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insigne bienhechora de don José Cafasso y de don
Bosco, lo mismo que la vivienda del conde de
Collobiano, que iba a visitar a menudo al
Arzobispo de Pisa. Pero no se encontró ni el más
corto hilo de la supuesta trama clerical.
Don José Cafasso suavizaba el dolor que le
causaban estas noticias, con sus continuas
aspiraciones al Paraíso. Preveía su muerte con tal
claridad que parecía haber tenido revelación del
día, hora y demás pormenores de la misma, a pesar
de que los más acreditados peritos del arte
médico, haciendo cuanto podía sugerirles el afecto
y el deber, alimentaron durante una semana la
esperanza de la curación. Llegaban al heroísmo su
tranquilidad, paciencia, resignación y viva fe.
Don Bosco iba cada día a visitarle y una vez le
dijo don José Cafasso que ordenara especiales
oraciones por él en el Oratorio.
-Ya lo hemos hecho, respondió don Bosco, y
seguiremos haciéndolo; pero he dicho a mis
muchachos que usted vendría un día de fiesta a
impartirnos la bendición con el Santísimo
Sacramento.
Replicó don José Cafasso:
-Esté usted tranquilo; ((**It6.646**)) vaya,
rece y diga a sus muchachos que les bendeciré
desde el Paraíso.
Preguntóle entonces don Bosco si tenía algún
recado que mandar, algo que escribir, alguna orden
que dar. Contestó riendo:
-No faltaba más que yo, que siempre prediqué a
los demás que un sacerdote debe arreglar cada
noche sus cosas como si fuera aquella la última de
su vida, resultara que yo no lo hubiera hecho y
hubiera aguardado hasta este momento para arreglar
todo lo mío. Todo está arreglado, todo está en
regla. Sólo una cosa que queda todavía que tratar
y es lo que se refiere al Paraíso, que pronto
alcanzaré.
Todos notaban que recibía con su acostumbrada
bondad a quienes se acercaban a su lecho; pero
unos minutos después, encomendándose a las
oraciones de los visitantes, mostraba su deseo de
que se marcharan. No quería que nadie se
entretuviera con él, más tiempo del que pedía la
estricta necesidad. Ansiaba estar solo para
entretenerse más libremente con Dios, hasta cuando
la enfermedad iba extinguiendo su vida. Es más, no
daba señales de agrado, ni siquiera cuando le
sugerían jaculatorias, como si estas oraciones
interrumpieran sus ordinarios coloquios con
Jesucristo, con la Madre del Salvador, con su
Angel Custodio y con san José.
Le molestaba la continua asistencia del
enfermero. Sin embargo, don Bosco, habiendo
quedado un día a solas con él, se atrevió a
decirle
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