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((**Es6.468**) Pero los alumnos sometidos a una verdadera tortura fueron los del segundo curso de bachiller, cuyo profesor era el clérigo Segundo ((**It6.623**)) Pettiva. En este curso lograron los inspectores encontrar algo de qué ufanarse. Al examinar los cuadernos de los alumnos, descubrieron que el profesor había dictado, para ser traducido, un trozo de una carta redactada en latín por el Papa Pío IX, que había sido publicado ya en la prensa. -Cómo?, preguntó Gatti; se dictan a los alumnos las cartas del Papa? -Observe, caballero, contestó el maestro, que no es una carta, sino sólo un trozo de carta, y que es un fragmento de prosa latina tan pura, que parece extractada de una obra de Cicerón. El caballero, no muy ducho en latín, no se detuvo a examinar el párrafo, ni poco ni mucho, y replicó: -Sea como fuere, no son éstos los autores a proponer como modelo en las escuelas. -Yo no he presentado de ningún modo los escritos del Papa a mis alumnos; sino que únicamente he dictado unos renglones para traducir como ejercicio de los exámenes que llamamos de prueba, para la clasificación de puestos en la clase. Para estos ejercicios, que suelen darse una vez a la semana, generalmente elijo temas al azar de cualquier autor: me vino a las manos este trozo, que me pareció adaptado a la capacidad de mis alumnos, y lo dicté. Creo no haber violado con esto ninguna ley escolástica. Estas razones no sirvieron para nada: los tres inspectores recogieron aquellas páginas y, creyendo haber descubierto por fin el hilo de la trama que buscaban, quisieron examinar, del primero al último, a todos los alumnos de aquella clase; pero, como los chicos tenían que ir a comer, se dejó la inspección para las horas de la tarde. Era el mediodía. Clérigos, asistentes, jefes de taller, profesores y alumnos fueron a comer, y los inquisidores, acompañados por don Bosco, que había substituido a don Víctor Alasonatti, aprovecharon aquel tiempo para dar una vuelta por la casa a caza del cuerpo del fantástico delito. ((**It6.624**)) No dejaron rincón ni escondrijo por escudriñar; todo lo que daba el más leve motivo de sospecha, era removido y sacado de su sitio. Entraron en el refectorio, presente José Rossi, mientras comían los colegiales: examinaron los manjares y preguntaron a uno y a otro si pasaban hambre. Visitaron después la cocina y pidieron al cocinero minuciosos informes sobre la comida. Probaron la sopa y el pan, e hicieron muchas preguntas a los sirvientes, siempre encaprichados (**Es6.468**))
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