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Un registro en el Oratorio de San Francisco de
Sales.
No pasa día sin que, en esta bendita tierra de
la libertad, no tengamos que registrar el arresto
de obispos o cardenales, el procesamiento o
encarcelamiento de párrocos, canónigos o simples
sacerdotes, o, por fin, algún registro
domiciliario.
El sábado, a las dos de la tarde, tocóle la vez
al gran conspirador, el sacerdote Juan Bosco, el
cual, como todos saben, conspira dando amparo a la
miseria, asilando y educando a los hijos de los
pobres obreros, y desgastando sus fuerzas en el
ejercicio de la caridad y en el ministerio
sacerdotal.
Imaginó el fisco que en el Oratorio de San
Francisco de Sales iba a encontrar papeles que
interesaran a las cuestiones fiscales. Y envió una
cuadrilla de alguaciles, capitaneados por un
delegado de la seguridad pública y dos abogados
inspectores, con la orden de proceder a un
minucioso registro domiciliario.
Estaba precisamente don Bosco gestionando la
aceptación de un pobre muchacho, recomendado por
el ministro, cuando llegó la inesperada visita.
Recibió con su acostumbrada afabilidad a los
encargados de la ((**It6.583**)) fuerza
pública y, aunque había mucho que decir sobre la
legalidad de la orden, sin embargo, desplegó de
par en par ante sus ojos los papeles y las cartas
que había en su habitación.
El registro duró desde las dos hasta más allá
de las seis de la tarde y el sacerdote Bosco, que
a aquella hora tenía que ponerse a confesar por
ser sábado y víspera de Pentecostés, se vio
obligado a atender las operaciones de la policía.
Y asistió a ellas con la jovialidad que es hija de
la conciencia tranquila, tratando de sacar fruto
de aquellas horas de ocio involuntario con alguna
consideración oportuna y cristiana, reflexión que
hizo a los policías, y demostrando a los abogados
no ser muy gloriosa la empresa a que se dedicaban.
Huelga decir que fueron inútiles los más
minuciosos registros. No son los sacerdotes los
que conspiran, lo saben muy bien los ministros.
Algo dieron que pensar a los guardias dos papeles
de entre los muchos de don Bosco. En uno se
encontraba una máxima demasiado clerical. Pero se
llegó a descubrir que era de Marco Aurelio. El
otro era un Breve del Papa al sacerdote Bosco,
pero resultó que aquel Breve ya había sido
publicado por la prensa.
Pasadas las seis, la policía abandonó el
Oratorio de San Francisco de Sales, entregando a
su Director la siguiente declaración.
Que es la misma que hemos consignado más
arriba. Los periódicos copiaban los juicios de
Armonía, pero la prensa sectaria de todas partes
gritaba contra la Casa y la Obra de don Bosco con
el pérfido intento de azuzar al pueblo contra él.
Con mayor saña y veneno, la Gaceta del Pueblo
no titubeó en volver a la carga escribiendo: <>
No menos groseras eran las expresiones con que
rellenaba otros
(**Es6.438**))
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