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como lo demostraron algunos hechos; más aún, en
cada apartado postal se había establecido incluso
una oficina a propósito llamada oficina de
comprobación, una de cuyas atribuciones, la más
importante, era precisamente la de comprobar si
salían o llegaban cartas dirigidas a personas
consideradas, según se decía, como enemigas del
nuevo orden de cosas. Y todo esto se hacía a
despecho del Estatuto y para honra y gloria de la
libertad.
Al mismo tiempo, a principios de año, algunas
personas metidas en los asuntos políticos habían
advertido a don Bosco que en las logias masónicas
se le había declarado la guerra para impedir que
llevase adelante una misión tan contraria a sus
siniestras miras. Un alto funcionario del
Ministerio de Gobernación, amigo suyo, le comunicó
((**It6.543**)) que
estaba decidido el cierre del Oratorio y que, por
tanto, se preparara y buscara la manera de evitar
el peligro.
Un mes después de haberle llegado estos avisos,
empezaron los periódicos liberales a escribir
encarnizadamente en su contra. Denigraban con
violentas invectivas, calumnias y frases soeces la
obra de don Bosco, como contraria a la libertad, a
la independencia de Italia, y a él como enemigo de
la patria y de las instituciones que la
gobernaban. Describían el Oratorio como una
guarida de conspiradores a sueldo del Papa, y
pedían su cierre a voz en grito.
Un diario de mala lacha escribía que en la casa
de don Bosco existían culpables documentos; que
bastaba buscarlos con toda diligencia y se
encontrarían:
-Envíe allá el Gobierno hombres preparados y
sin prejuicios, y descubrirá los hilos de la trama
urdida, escribía uno de los portavoces de la
secta.
Y la Gaceta del Pueblo, como cortando por lo
sano, se expresaba en estos términos: <>.
De este modo se iba formando la opinión pública
y se preparaba el camino al Gobierno, para que,
sin excesiva odiosidad, pudiese descargar el golpe
que meditaba. Con una imprevista inspección a la
casa del Oratorio se esperaba descubrir algún
documento sospechoso y que sirviera de base para
formarle causa. La más insignificante frase dudosa
de una carta debía bastar. Teníase la seguridad de
alcanzar el fin propuesto, porque se pretendía
encontrarle culpable a toda costa y encarcelarlo o
desterrarlo a un lugar determinado. Corría, pues,
peligro de quedar destruida como por un turbión la
obra del Oratorio, que en el transcurso de
diecinueve años había costado
(**Es6.408**))
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