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cómo poder llegar a la iglesia, cuando
oportunamente vino en nuestro socorro el campanero
y, tras inauditos esfuerzos, pudimos penetrar en
la sacristía por una portezuela. Allí estaban
reunidos los párrocos de los alrededores.
La iglesia se hallaba abarrotada de gente,
ansiosa de oír la voz de su or; pero éste,
profundamente emocionado, no podía articular
palabra. Entonces indiqué yo a todos aquellos
sacerdotes que era conveniente decir algo al
pueblo. Invité en particular a algunos de aquellos
reverendos a subir al púlpito, pero todos
rehusaron.
-No estoy preparado; nadie pensaba que iba a
haber sermón; es demasiado fácil comprometerse; es
una circunstancia espinosa; hable usted.
-Bueno, concluí al ver que todas las miradas se
clavaban en mí; ísubiré yo!
Y aparecí ante el auditorio con el sombrero en
mi izquierda y el manteo sobre el brazo derecho.
Comencé agradeciendo a los fieles el recibimiento
hecho al Arcipreste; los invité a dar gracias a la
divina Providencia que permite a menudo
tribulaciones, las cuales, aun en esta vida, son a
veces recompensadas por Dios con grandes
consuelos; les recomendé que continuaran venerando
a un sacerdote tan digno y reconociendo siempre en
sus palabras la voz de Dios, a quien representa;
me referí a los deberes de los fieles con su
pastor y concluí hablando de la caridad, vínculo
de unión entre el párroco y sus feligreses.
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Mientras yo hablaba, oíanse en la iglesia
continuos sollozos y, a duras penas, si podía
contener las lágrimas.
Entonóse después un solemne tedéum y se acabó
impartiendo la bendición con Su Divina Majestad.
Tan pronto como se hizo la reserva del Santísimo
Sacramento, la gente se apresuró a salir de la
iglesia, pues nadie quería volver a su casa sin
haber saludado filialmente al padre de sus almas.
En un abrir y cerrar de ojos quedó asediada la
casa rectoral por la muchedumbre que quería ver al
párroco.
En vano intentaron los números de la guardia
nacional contener aquella
aglomeración tumultuosa que podía ser peligrosa.
Decidióse entonces que se colocara el párroco en
un lugar por donde todos pudieran pasar a besarle
la mano. Subió don Bosco a un poyo e, imponiendo
silencio al inmenso gentío, dijo:
-íOídme! Ahora se pondrá vuestro párroco aquí
en un lugar donde todos podréis verlo y besarle la
mano.
-íMuy bien! íBravo! íBien pensado! Gritaba la
gente.
Yo añadí:
-Os recomiendo que no os abalancéis todos a
una, porque, como veis, está tan cansado que no
puede tenerse en pie, y si encima lo fatigáis, le
vais a matar. Venid, pues, despacio, uno a uno, a
besarle la mano.
Dicho esto, bajé, y el párroco se colocó contra
una pared, para que no lo tiraran al suelo.
Primero de pie, y después sentado, tendía la mano
a sus feligreses, siempre llorando al ver la
devoción que le profesaba su pueblo. El desfile
duró dos horas.
El sermón, gracias a Dios, había logrado el
efecto deseado. Los ánimos hostiles al párroco se
inclinaron a la benevolencia, puesto que no se
habían hecho recriminaciones ni alusiones; la
mayoría del pueblo, que lo amaba entrañablemente,
no cabía en sí de gozo; fue aquél un día de
alegría y de fiesta para todos.
Después de comer, partí en seguida hacia
Bottanuco con el profesor y el secretario. El
Obispo había instalado en este pueblo en el
Seminario Menor, a los seminaristas estudiantes de
Filosofía y Teología, ya que los franceses habían
ocupado el Seminario Mayor de Bérgamo durante la
guerra y habían prolongado después por mucho
tiempo su permanencia en él.
Yo estaba satisfecho. Tan pronto como llegué,
me entretuve afablemente con los
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