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lloraba a lágrima viva. Recordaba la escena
dolorosa y lúgubre de su partida cuando fue
encarcelado y la comparaba con el regocijo de la
vuelta presente a su querida parroquia.
Pero en medio de aquel espectáculo conmovedor
hubo también su nota cómica.
Como íbamos en la carroza del Obispo, ((**It6.524**)) aquella
gente sencilla, que veía la librea del cochero,
creía que dentro estaba también el Prelado y se
arrodillaba para que los bendijese. Yo le decía al
párroco que lo hiciera, y él pretendía que lo
hiciera yo. Yo me rehusaba; hasta que el
arcipreste agarró mi brazo y me forzaba de vez en
cuando a trazar cruces en el aire, y la gente, que
veía la mano, inclinaba la frente y se santiguaba.
Finalmente aparecieron el campanario y las
casas de Terno.
Veíanse los fieles, de todas las aldeas
circunvecinas, todos los párrocos y muchos
sacerdotes del arciprestazgo y de otras
parroquias, llegados a caballo, y a pie, para
honrar a don Fernando Bagini. Las campanas tocaban
a fiesta y resonaban continuos disparos de
morteretes.
A la entrada del pueblo esperaba una enorme
muchedumbre de gente de toda edad y condición. La
fachada de la parroquia, las casas, los arcos
triunfales, todo estaba tapizado con colgaduras de
mil colores. En la plaza de la iglesia, esperaban
el Alcalde y los Concejales y la plana mayor de la
feligresía. Allí estaban preparadas las ovaciones.
Al aparecer la carroza, oyóse un sordo
murmullo, mas no voces hostiles, procedente de
algún corro de liberales; pero pronto cesó, cuando
éstos y todos los demás vieron al lado del párroco
otro personaje, que llevaba un sombrero diferente
del que usan los sacerdotes lombardos.
Preguntábanse unos a otros quién era aquel cura y
manifestaban su extrañeza por mi sombrero
piamontés, que con sus tres picos y las alas
estrechamente abarquilladas contrastaba
singularmente con el de los otros eclesiásticos,
cuyas alas se elevaban majestuosamente como tres
velas. También ellos creyeron que yo era el
libertador del párroco.
En el primer momento no se oyeron aplausos,
pero así que avanzamos entre las casas del
poblado, la guardia nacional, alineada y en
uniforme de gala, presentó armas, disparó al aire
y a la salva se unió la banda municipal. Los
aplausos y os gritos de alegría subían a las
estrellas y ahogaban el sonido de la banda.
-íViva nuestro párroco!, prorrumpían miles de
pechos.
Yo pensaba para mis adentros:
-íSanta religión católica, qué fuerza y qué
poder tienes en el corazón del hombre! íCuántos
habrá aquí, quizá con el alma endurecida por el
pecado, y sin embargo, movidos por un irresistible
impulso interior, ((**It6.525**)) no
pueden dejar de rendir tributo de respeto y
veneración a los siervos del Señor!
Pero, como la carroza no podía avanzar en medio
de la apiñada muchedumbre, dio una larga vuelta,
abandonando el camino principal, y fuimos a parar
al pie de la tapia del huerto parroquial. El
pueblo aguardaba al lado opuesto de las
edificaciones en la plaza de la iglesia. Hicimos
traer una escalerita y subimos a la tapia, pero
cuando estábamos sobre ella, vino el apuro. Cómo
bajar? Por la parte interior no había escalera.
Era preciso, pues, que uno de nosotros se
descolgase y bajase primero.
-Baja usted o bajo yo?, nos preguntábamos
mutuamente. Descendió uno, por fin, dándose una
pequeña costalada, y ayudó luego a los demás a
bajar. Pero al llegar al suelo, he aquí que la
gente, que se dio cuenta de la maniobra, irrumpió
en el huerto y lo llenó hasta los topes, de modo
que no nos podíamos mover. No sabíamos
(**Es6.394**))
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