((**Es6.393**)
Después de los primeros agasajos, seguimos
comiendo; pero yo me di cuenta de que el obispo
estaba pensativo y no pude por menos de
preguntarle qué le preocupaba. Respondióme que
aquel arcipreste tenía que volver al día siguiente
a su parroquia y que, como el partido liberal
estaba predispuesto contra él, era de temerse
algún tumulto. Que era conveniente lo acompañara
el obispo mismo, pero que por este motivo y porque
el gobierno espiaba todos sus pasos y palabras
para descargar el golpe contra él, se le hacía
pesadísimo aquel viaje, del que prescindiría de
buen grado.
-íOh!, si no es más que esto, respondí, iré yo
mismo a acompañar a este sacerdote a su parroquia
para librar de ese apuro a Monseñor.
-íGracias!, exclamó el obispo respirando; será
un gran favor que haga usted mis veces, pues le
aseguro que me angustiaba el temor de tener que
comprometer mi persona y mi autoridad.
Aquella determinación no me causaba la menor
incomodidad. Era un camino, que yo quería hacer.
Al día siguiente yo tenía que dirigirme a
Bottanuco, parroquia de la misma diócesis, que
distaba unas diez millas de Bérgamo, para predicar
y visitar el Seminario. Para ir a aquel pueblo
había que pasar por Terno, que se hallaba como a
dos tercios del trayecto.
Pasamos alegremente lo que quedaba del día.
Habíame propuesto el Obispo me sirviera de su
carroza para el viaje. ((**It6.523**)) La
acepté muy gustoso, pues no me sentía con ánimo de
hacerlo a pie.
Por la mañana del día 9 subieron conmigo a la
carroza otros dos sacerdotes, uno secretario del
obispo, el otro profesor del seminario y el
arcipreste Bagini. Apenas salimos de la ciudad,
presentóse un hombre, jinete sobre un caballejo
que parecía un borrico. Venía de Terno y nos
preguntó:
-Está nuestro arcipreste con ustedes?
-Sí, está, se respondió.
-íEsto me basta!, exclamó.
Dio media vuelta a su rocín y a todo galope,
con los brazos abiertos, de modo que yo no sabía
cómo podía aguantarse en el sillín, voló a llevar
la noticia de la llegada del arcipreste a todos
los que encontraba.
Habríamos recorrido medio kilómetro, cuando nos
encontramos con un gran grupo de muchachos
descalzos y con el pantalón arremangado, que
habían andado aquel largo camino para ser los
primeros en saludar a su pastor:
-Está aquí nuestro párroco?, gritaron todos a
una voz.
-Sí, está, está.
-íViva nuestro arcipreste! íViva!
Mientras tanto galopaban los caballos y los
muchachos querían a toda costa seguir corriendo
detrás de la carroza. Inútil fue decirles una y
otra vez:
-íNo os canséis! Seguidnos despacio; llegaréis
a tiempo.
No hubo forma de convencerlos. Ellos iban a
todo correr.
A medida que nos acercábamos a Terno se
hallaban grupos de gente, en su mayoría ancianos
encanecidos, viejecitas que no podían caminar sin
un bastón, niños y niñas. Dejando las labores de
casa y del campo, acudían a la carretera al
encuentro del glorioso prisionero y todos,
llorando de alegría, exclamaban:
-íViva nuestro párroco! Que el Señor nos lo
conserve, que nadie vuelva a molestarlo, a
arrancarlo de nuestros brazos.
Ante las lágrimas, los gestos, las voces de
aquella buena gente me sentía embargado de honda
conmoción, lo mismo que el secretario y el
profesor. El arcipreste
(**Es6.393**))
<Anterior: 6. 392><Siguiente: 6. 394>