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ricamente amueblada, pasé a otra todavía más
espléndida y a una tercera donde la magnificencia
no podía ser mayor. Y me indicó el obispo una cama
donde hubieran podido dormir cómodamente una
docena de personas. Quedé estupefacto al ver
preparada para mí una cama en la que brillaban el
oro y la plata: más que cama, aquello parecía un
trono real. Dije, pues, al obispo:
-Monseñor, no tiene otra cama?
-No, don Bosco; si tuviese otra mejor, se la
daría de buen grado.
-Monseñor, no es eso lo que le pido. No tendría
una habitación donde echar la ropa sucia? Yo no
puedo dormir en esta cama, no me atrevo.
-No haga cumplidos; adáptese.
-No; dormiré mejor sobre este sofá; pero no
tocaré esa cama.
-Déjese de bromas, añadió el obispo: ahora está
bajo mi jurisdicción; acuéstese, se lo mando y
hágalo en virtud de santa obediencia.
-Si es así, me acuesto.
El buen obispo, después de unas palabras, me
dio las buenas noches y se retiró. Acababa yo de
acostarme, hacía un instante que había apagado la
luz, cuando oí que alguien se acercaba a mi
habitación y llamaba a la puerta.
-íAdelante!, dije.
Era el obispo.
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-Perdone, don Bosco; olvidé asegurarme de si había
suficiente ropa.
-íMonseñor, su Excelencia me confunde! Por qué
tanta molestia? íEstoy mejor servido que un
emperador!
En efecto, en aquella cama había dormido el
Emperador de Austria.
Inspeccionó de nuevo el obispo las ventanas
para cerciorarse de que estaban bien cerradas,
miró a ver si faltaba algo, palmatoria, fósforos;
una madre no podía hacer más por su hijo
queridísimo. A pesar de tan hermosa y blanda cama,
pude dormir poco porque seguía doliéndome la
cabeza y la rodilla también. Por la mañana me
levanté de un brinco muy temprano y tuve mucho
tiempo para trabajar sentado al escritorio.
Monseñor me envió un criado, que me acompañó hasta
la sacristía de la catedral. Acercóse éste al jefe
de la sacristía y le dijo que yo quería decir misa
y que era enviado por Monseñor. Al oír que era
enviado por el obispo, toda una turba de
sacristanes se puso en movimiento. Apartaron el
cáliz que ya estaba preparado y pusieron otro más
precioso, cambiaron los ornamentos y sacaron una
casulla estupenda. En cuanto acabé de revestirme,
me preguntaron:
-Eminencia, dónde quiere celebrar?
-En cualquier lado, con tal de que haya un
altar y se encuentren el Señor y la Virgen.
-Quiere ir al altar del sagrado Corazón de
María?
-íSí!
-íHabrá que dar la comunión!
-Esto es lo que yo deseo.
Y así fue. Repartí la comunión a muchas
personas. Acabada la misa, volví a la sacristía.
Tan pronto como me quité los ornamentos y empecé
la acción de gracias, oí que decían acá y allá:
-Quién será? íA saber de dónde vendrá! íUn
cardenal no puede ser!
Y hacían mil conjeturas. No atreviéndose a
preguntarme quién era, así que acabé de dar
gracias, me dijeron:
-íExcelencia! (ya no Eminencia). Es costumbre
que los sacerdotes que vienen aquí a celebrar,
escriban en este cuaderno su nombre y el altar
donde celebraron.
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