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del tren. Si hubiese vuelto a juntarse con
nosotros, seguramente no hubiera sido posible
remediar las necesidades de aquella alma, pues no
habríamos podido hablar en ((**It6.518**))
confianza. Aquel tercer compañero vino después a
saludarme y a tomar sus bártulos cuando llegamos a
Milán.
Algunos de vosotros preguntarán:
Tenía don Bosco licencias para confesar fuera
de la diócesis?
-Estad tranquilos, tenía permiso; lo obtuve de
Su Santidad Pío IX cuando fui a Roma. El Papa me
facultó para confesar en todas partes sin
limitación alguna.
Llegué a Bérgamo a las ocho de la noche.
Llovía. Pregunté a un muchacho si quería
acompañarme a casa del Obispo y se echó a gritar
tan fuerte que los que estaban conmigo se
espantaron. Yo no sé si le asusté o qué vería o
pensaría, el hecho es que no quiso guiarme. Tomé,
pues, un simón o tartana que me llevó muy bien,
porque el cochero no profirió ni una blasfemia. Le
pregunté cuánto le debía por el transporte, y me
contestó:
-Un florín.
-Déjese de florines y dígame cuántas liras.
-Dos liras y media.
Abrí mi portamonedas, saqué un escudo y le dije
que me devolviese un florín; pero contestó que no
llevaba suelto. Saqué piezas de ocho perrillas (40
céntimos) para pagarle con ellas; pero como él
daba a nuestras perras chicas el valor de las
monedas austriacas, no podíamos ponernos de
acuerdo porque, según él, con mis buenas monedas
me tocaba pagar una lira de más.
-Tenga paciencia, le dije, cuando estemos con
el obispo ajustaremos las cuentas.
-Sí, sí, contestó.
Llegamos al palacio episcopal, rogué al obispo
que se las entendiera con el cochero y el asunto
quedó zanjado al instante, porque el obispo
encargó a su criado, quien le dio un florín,
moneda que el cochero conocía. Pasamos aquella
tarde en continua risa con el obispo y los de su
casa, pues gozaban haciéndome contar la escena del
cochero. Llegó la hora de cenar; pero yo no sentía
ganas de comer, aunque me encontraba
perfectamente. El obispo acostumbra rezar el
rosario todas las noches antes de acostarse. Fui
yo también con él. Para llegar más pronto a la
capilla había que atravesar un corredor, pero yo,
a un cierto punto, me di en la cabeza un golpe tan
fuerte que creí habérmela roto.
-Tenga cuidado, dijo el venerando prelado; aquí
el techo es algo más bajo.
((**It6.519**)) -íYa me
he dado perfecta cuenta de ello!, respondí.
Y me coloqué junto al obispo que llevaba en la
mano el candil. Llegamos a un sitio donde había
que descender dos peldaños. El obispo tenía
bastante con mirar por sí mismo y no podía
atenderme a mí; el resultado fue que salté los dos
peldaños de un golpe y caí sobre el Obispo.
-Pero qué hace usted? -dijo el obispo. No tiene
miedo de incurrir en excomunión echándose por
encima de un obispo de este modo?
-Incurrimos en excomunión los dos, contesté,
porque hemos chocado uno contra otro.
-Bueno será que nos perdonemos recíprocamente
por esta vez.
Reímos de nuevo un rato, pero me dolía la
cabeza y me hacía daño la rodilla, pues me había
dado un golpe contra un peldaño.
Rezamos el rosario; después el obispo en
persona tomó la luz y quiso
acompañarme hasta la habitación que me habían
destinado. Entré en una gran sala
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