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con que entretuvo durante varias noches a la
Comunidad; puede parecer prolija y demasiado
detallada, pero era su estilo en semejantes
circunstancias. La reproducimos exactamente tal y
como la refiere la Crónica de Bonetti.
El 6 de mayo, subí al tren en Turín y me
encontré con dos viajeros más. Uno de ellos se
quejaba de que, habiendo venido a Turín para
hablar con don Bosco sobre un hijo suyo, que
quería internar en el Oratorio, no había podido
dar con él. Le pregunté si conocía a don Bosco y
me respondió que lo conocía muy bien. Pasé a
interrogarle sobre el chico y hablamos de ello
casi hasta llegar a Saluggia. Entonces, dejando ya
el incógnito, me descubrí a aquel señor diciéndole
mi nombre, causándole con ello sorpresa y
consuelo, junto a grandes risas de ambas partes.
Al llegar a Saluggia bajamos todos, y aprovechando
el tiempo de la parada quiso mi compañero visitar
algo del pueblo. Llegó la hora de la partida, y el
tercero en cuestión, sin darse cuenta de que había
dejado en el vagón el paraguas y la, maleta,
subióse a otro. Así que nos quedamos los dos
solos. Mi compañero era una persona de buen fondo,
pero estaba imbuido de prejuicios, hijos de la
ignorancia y de la lectura de los ((**It6.517**)) diarios
malos, llenos de veneno anticlerical y
especialmente contra el Papa. En aquel entretanto
había comprado el diario La Opinión; lo abrió, dio
una ojeada y después, por cortesía, me lo ofreció
para que lo leyera:
-Gracias, amigo mío, pero yo no leo semejantes
periódicos, y me extraña que usted lo haya
comprado.
-Por qué?
-No ve usted que es un periódico malo, que
habla mal de la religión y de sus ministros?
-Eso ya se sabe; tratándose de periódicos no se
para uno en tantas menudencias.
-El bien es siempre el bien y el mal nunca deja
de ser mal.
-Pero, no sabe que todo el mundo lee este
diario?
-Despacio amigo; ídice usted todo el mundo! De
novecientos mil cristianos, pongamos por caso, no
encontrará dos mil que lean esta porquería.
-Diga lo que usted quiera; lo leen muchos,
luego no es malo.
-íNo diga eso! Muchos lo leen, pues muchos
obran mal, y sepa que, si en este momento
pudiéramos abrir las puertas del infierno,
oiríamos los gritos de muchos que se han condenado
sólo por haber leído libros o diarios malos.
-Sabe usted que me da miedo? Si es así, al
diablo con La Opinión, que yo no quiero ir allá.
Y agarrando el diario, lo hizo pedazos y lo
arrojó por la ventanilla. Después de aquella buena
acción, traté de ganarme su confianza y, al poco
rato, me abrió su corazón. Me dijo al fin:
-Quisiera confesarme.
Y yo, feliz como un príncipe, no dudé un
instante, le tomé por la palabra y le dije que se
preparase. Condescendió: en el trecho de Magenta a
Milán se confesó, dejando en mí las mejores
esperanzas de su conversión.
Ya veis lo que puede obrar la gracia de Dios.
Me sentía aquel día tan feliz por aquel hecho que
no cabía en el pellejo; sobre todo porque había
visto un rasgo especial de la divina Providencia
al disponer que el otro señor no se preocupara de
volver a subir a nuestro coche, donde tenía sus
cosas, a pesar de las muchas paradas
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