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-íOye!, dime: quieres que hagamos un pacto tú y
yo?
-Qué pacto?
-El que te voy a decir: tú vas haciendo señales
de la cruz, rezas tus padrenuestros y yo me voy
comiendo tu ración. Ya veremos después de comer
quién ha sido más bendecido y quién ha comido
mejor.
-íComo quieras! Si así te gusta, estoy conforme
con dejarte mi parte. Me bastan la sopa, pan y
queso, con tal que me dejen en libertad para
cumplir mis prácticas religiosas. Tocante a rezar
padrenuestros, es suficiente cumplir sencillamente
mi deber.
Así se hizo: Domingo comió entre chanzas y
burlas su ración y después se puso delante la que
su hermano le cedió. Los comensales, gente vulgar,
reían burlonamente.
A la hora de cenar, repitió Domingo a su
hermano:
-Entendidos: tú haz la señal de la cruz y reza
cuanto quieras; mi oración consistirá en comer tu
ración.
-No me duele dejártela, tómala en hora buena;
pero siento que hayas perdido la religión de este
modo. Créeme, hermano, lo siento mucho; pero si no
quieres ((**It6.508**))
practicarla, al menos no te burles de ella, porque
don Bosco me ha dicho y me lo ha repetido muchas
veces, que con Dios no se juega y que la religión
es una espada de dos filos, que hiere a quien
intenta impugnarla. Créeme, con el Señor no se
juega.
Mientras cenaban, entraron en la estancia unos
cuantos muchachotes que se unieron a Domingo para
mofarse de su hermano. No quiero repetir aquí sus
tonterías y las sensatas respuestas que daba
nuestro muchacho. Me limito a decir que las cosas
llegaron a tal punto, que todos voceaban a una,
mientras el pobrecito no podía repetir más que:
Con el Señor no se juega.
Acabada la cena, dijo aquel desgraciado a su
hermano:
-Qué? Has cenado con ganas?
-Sí, estoy la mar de bien; es verdad que no
tengo el estómago tan lleno como el tuyo, pero
espero hacer la digestión más fácilmente.
-íYa, ya! íTú digieres fácilmente los
padrenuestros!, replicó el incauto, que aún no
había terminado la frase, cuando comenzó a
palidecer y a retorcerse: apretábase el vientre y
decía:
-Me duele la barriga... aumenta el dolor...
tengo escalofríos... íayudadme!
Eran las diez de la noche y sus compañeros, que
ya iban a marcharse, le rodearon; mas, al ver que
no volvía en sí, lo llevaron en vilo a la cama.
Acometiéronle violentas convulsiones; agudísimos
dolores de intestinos le obligaban a lanzar gritos
espantosos. Sus camaradas estaban aturdidos y la
madre mandó en seguida a llamar al médico, pues no
sabía qué remedios prestarle. Entonces el buen
hermano se acercó al enfermo y le preguntó si
quería que fuera a llamar al párroco. Domingo, en
un arrebato de cólera le amenazó con darle un
bofetón, mas se abstuvo de ello; al rato le volvió
a llamar y, por señas, le indicó que fuera en
seguida adonde había dicho.
Poco después, casi a un tiempo llegaron el
párroco y el médico y el enfermo murió a la noche
siguiente ahogado por las convulsiones y con
grandes dolores en el pecho. Pero había reconocido
y detestado su falta, y fueron éstas sus últimas
palabras:
-Compañeros, no despreciéis jamás la religión;
con el Señor no se juega; muero herido por la mano
de Dios, en castigo de mi intemperancia y de las
blasfemias que lancé contra El.
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