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((**Es6.373**) tanto en los recursos materiales, cuanto en el celo y el espíritu de sacrificio, que son los que producen el bien>>. Mientras los muchachos de los Oratorios eran tan vivamente animados por el espíritu de don Bosco, éste no cesaba un instante de tomar parte en las dolorosas angustias del Romano ((**It6.493**)) Pontífice Pío IX veía acampar amenazadores batallones ante las reducidas fronteras de sus provincias; le amargaba la execrable y desleal doblez de Napoleón III; le asqueaban mortalmente las artes, engañosas e insolentes de una diplomacia, que repetía con él la fábula del lobo y el cordero. Muchos diarios italianos y extranjeros, impíos y desvergonzados, convertidos en fraguas de la mentira, le insultaban y calumniaban amenazándole atrozmente. En la misma Roma había conciliábulos sectarios, espléndidamente pagados por Turín, para que, aún con los medios más perversos, intentaran sublevar al pueblo. Algunos funcionarios de la más alta categoría del Gobierno Pontificio pasaban al enemigo, con la mayor deslealtad, las cartas más secretas. Cavour meditaba y tuvo después la osadía de proponer a los cardenales Santini y Antonelli un tratado de conciliación en cuyo primer artículo se pedía al Papa que renunciara al dominio temporal de todos sus Estados. Si el plan triunfaba, les prometía amplios beneficios para ellos y los suyos. Don Bosco, que solía decir <>, no podía evidentemente dejar de ofrecer al Vicario de Jesucristo todos los consuelos que podía. No era asunto fácil para el Papa por aquellos años relacionarse con los obispos, pues todo lo que salía de Roma, o iba a ella, hacía sospechar a los adversarios de la Sede Apostólica. Por eso don Bosco, al tiempo que mandaba rezar cada día a sus alumnos un padrenuestro, avemaría y gloria por las necesidades de la Santa Madre Iglesia, escribía con singular prudencia, de vez en cuando, sobre temas delicadísimos, casos de conciencia, normas de conducta, de principios teológicos o de derecho canónico, unas veces a monseñor Fransoni y otras a las Sagradas Congregaciones; entregaba la carta ((**It6.494**)) a una persona segura, o la enviaba expresamente por medio de un recadero. Generalmente no guardaba consigo las respuestas, consejos o avisos de tales personajes, sino que los depositaba en manos de quienes podían esconderlos sin despertar sospechas, instándoles sobre todo para que quedara a salvo la Autoridad eclesiástica. En cuanto a la venerada persona del Sumo Pontífice se industriaba por aliviarlo y consolarlo con todos los medios a su alcance. Le (**Es6.373**))
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