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tanto en los recursos materiales, cuanto en el
celo y el espíritu de sacrificio, que son los que
producen el bien>>.
Mientras los muchachos de los Oratorios eran
tan vivamente animados por el espíritu de don
Bosco, éste no cesaba un instante de tomar parte
en las dolorosas angustias del Romano ((**It6.493**))
Pontífice Pío IX veía acampar amenazadores
batallones ante las reducidas fronteras de sus
provincias; le amargaba la execrable y desleal
doblez de Napoleón III; le asqueaban mortalmente
las artes, engañosas e insolentes de una
diplomacia, que repetía con él la fábula del lobo
y el cordero. Muchos diarios italianos y
extranjeros, impíos y desvergonzados, convertidos
en fraguas de la mentira, le insultaban y
calumniaban amenazándole atrozmente. En la misma
Roma había conciliábulos sectarios,
espléndidamente pagados por Turín, para que, aún
con los medios más perversos, intentaran sublevar
al pueblo. Algunos funcionarios de la más alta
categoría del Gobierno Pontificio pasaban al
enemigo, con la mayor deslealtad, las cartas más
secretas. Cavour meditaba y tuvo después la osadía
de proponer a los cardenales Santini y Antonelli
un tratado de conciliación en cuyo primer artículo
se pedía al Papa que renunciara al dominio
temporal de todos sus Estados. Si el plan
triunfaba, les prometía amplios beneficios para
ellos y los suyos.
Don Bosco, que solía decir <>, no podía
evidentemente dejar de ofrecer al Vicario de
Jesucristo todos los consuelos que podía. No era
asunto fácil para el Papa por aquellos años
relacionarse con los obispos, pues todo lo que
salía de Roma, o iba a ella, hacía sospechar a los
adversarios de la Sede Apostólica. Por eso don
Bosco, al tiempo que mandaba rezar cada día a sus
alumnos un padrenuestro, avemaría y gloria por las
necesidades de la Santa Madre Iglesia, escribía
con singular prudencia, de vez en cuando, sobre
temas delicadísimos, casos de conciencia, normas
de conducta, de principios teológicos o de derecho
canónico, unas veces a monseñor Fransoni y otras a
las Sagradas Congregaciones; entregaba la carta
((**It6.494**)) a una
persona segura, o la enviaba expresamente por
medio de un recadero. Generalmente no guardaba
consigo las respuestas, consejos o avisos de tales
personajes, sino que los depositaba en manos de
quienes podían esconderlos sin despertar
sospechas, instándoles sobre todo para que quedara
a salvo la Autoridad eclesiástica.
En cuanto a la venerada persona del Sumo
Pontífice se industriaba por aliviarlo y
consolarlo con todos los medios a su alcance. Le
(**Es6.373**))
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