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corrían a cargo del secretario, al cual
frecuentemente le entregaban, según parece, los
papeles para evitar molestias, sin que ningún otro
tuviera siquiera conocimiento del asunto; y en
aquellas secretarías tenía don Bosco amigos de
gran consideración. Más de una vez era el mismo
Ministro quien, por diversos motivos, tenía
interés en hacer recomendaciones, con las cuales
quedaba en cierto modo comprometido con el
Oratorio.
En todos estos casos don Bosco se apresuraba a
aceptar aquellas instancias; y respondía
personalmente al Ministro, a quien luego sabía
pedir protección o ayuda en tiempo oportuno.
Así pues, él, que probablemente había insinuado
al Alcalde de Lagnasco dirigiera la súplica al
Ministerio de Gobernación, contestó a Farini en
términos atentos y respetuosos, conservó la carta
del Ministro y el muchacho entró como aprendiz en
el Oratorio, donde se encontró con que los alumnos
por amor a la patria común, Italia, hablaban en
italiano.
En efecto el día 13 de febrero, una comisión de
aprendices de la casa, inducidos por alguien que
conocía las intenciones de don Bosco, se presentó
a él a la hora del recreo de después de la comida,
mientras se entretenía con los clérigos y
estudiantes, y le pidió que tuviese a bien
introducir en el Oratorio el uso de la lengua
italiana en la conversación ordinaria. Don Bosco
se adhirió a la propuesta, previendo ((**It6.485**)) que, de
no ser así, pronto se introducirían en Valdocco
los dialectos de todas las regiones de Italia; es
más, lo declaró obligatorio para los estudiantes,
y al día siguiente ya no se oyó hablar a los
muchachos en dialecto piamontés. Componían la
comisión Fassino, Roda, Giani, Biletta, Cora y
Variolato. Pero los aprendices se rindieron muy
pronto, pues la mayoría temía las burlas de los
otros por los frecuentes disparates y les parecía
además que hablando la lengua italiana se daban
aire de señoritos.
Aquel mismo día, 13 de febrero, aumentó el
número de los aprendices. Hay que pensar en que
don Bosco solía invitar por compasión a vivir con
él a muchachos vulgares, sin religión, que,
especialmente por los alrededores de Puerta Nueva,
se dedicaban a vender cerillas, limpiar zapatos y
llevar las maletas de los viajeros. Pero aquellos
vagabundos, que no querían oír hablar del alma ni
de disciplina, rehusaban seguirle con gran
disgusto del Siervo de Dios.
Mas he aquí que aquel día volvía don Bosco de
la ciudad al Oratorio, cuando vio en medio de una
plaza, a poca distancia, a siete muchachotes de
unos dieciocho años, ociosos, vagabundos, capaces
de cualquier desmán, los cuales, juntándose con
otros de los que
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