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terminaban las oraciones, antes de acostarse, iba
a la sacristía o subía a la habitación de don
Bosco y se confesaba.
Este don que el Señor concedió a don Bosco de
conocer ((**It6.462**)) el
estado espiritual de algunos muchachos lo tuvo
durante toda su vida; de modo que no vacilaba en
recordarlo de vez en cuando a los mismos alumnos.
Una noche del 1869 hablaba después de las
oraciones a toda la comunidad, que llegaba
entonces a las novecientas personas, entre las que
se contaban más de cien hombres cultos y de gran
cordura, y les decía:
-He recibido del Señor el don de conocer a los
hipócritas. Cuando uno de ellos se me acerca,
siento unas náuseas que no puedo remediar. Ellos
advierten mi sufrimiento, se dan cuenta de que los
conozco por lo que son; y por este motivo huyen de
mí.
Y los hechos seguían dando testimonio de ello.
Una mañana del 1870 salía don Bosco de la
iglesia, y los muchachos, apenas lo vieron,
corrieron en gran número a su alrededor. Aunque
algunos sacerdotes le habían ayudado a confesar,
estaba muy cansado por la muchedumbre de sus
penitentes. A pesar de todo hablaba donosamente
con todos. De pronto se volvió a uno y pasando por
su frente el índice de la mano derecha, le dijo
sonriendo:
-Esta mañana no te has lavado la cara.
-Que sí, don Bosco.
Y don Bosco, siempre sonriendo, replicó:
-Que nooo, que nooo, arrastrando cariñosamente
la voz sobre la O.
Y comenzó después a hablarle al oído y el
muchacho a bajar la cabeza, pensativo. Decíale don
Bosco que no había ido a confesarse y que tenía
necesidad de ello. Estaba presente don Agustín
Parigi, que fue quien nos contó después lo
sucedido.
El que escribe estas páginas fue testigo de
otro caso parecido:
Durante los ejercicios espirituales del año
1870 había un muchacho mayor, altanero y no muy
bueno que, antes de ir a confesarse, ((**It6.463**))
alardeaba ante sus compañeros de que jamás sabría
don Bosco sus pecados.
-Haz la prueba, -le dijeron sus amigos.
-Sí que la haré, porque todo lo que se dice de
don Bosco es un puro cuento.
Y despreocupado, riendo, entró en la iglesia y
se arrodilló a los pies de don Bosco. Su confesión
fue bastante larga. Los compañeros lo aguardaban
en el patio. Salió con los cabellos desgreñados,
enrojecidos los ojos, casi fuera de sí. Rodeáronle
los compañeros:
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