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Por último invitaba a los dos juntos a salir con
él y pasar un rato de distracción. Al principio
hacían algún gesto de contrariedad, pero no se
atrevían a decir que no a don Bosco.
Le seguían silenciosos y vacilantes. No
tardaba él en tomar la palabra, los hacía llegar a
darse alguna explicación, los alegraba, los hacía
reír y, cuando regresaban al Oratorio, eran amigos
de nuevo.
A las ya descritas, debemos añadir otras
industrias.
No dándose por satisfecho con las máximas que
sugería confidencialmente de palabra, escribía
otras en papelitos que hacía llegar oportunamente
a los muchachos en muchísimas ocasiones. Por
ejemplo: -Procura que todo lo que haces, hablas o
piensas, sea para bien de tu alma.- Sufre algo con
gusto por aquel Dios, que tanto sufrió por ti. -
No olvides en los trabajos y sufrimientos que
tenemos preparado en el cielo un gran premio. -
Quiero que nos ayudemos mutuamente a salvar el
alma. - El que no es obediente carecerá de toda
virtud. - El que anda con los buenos, irá al
paraíso. - En la hora de la muerte te pesará haber
perdido tanto tiempo sin provecho alguno para tu
alma. - No merece compasión quien abusa de la
misericordia del Señor para ofenderlo. - Si
pierdes el alma, todo está perdido. - >>Qué te ha
hecho el Señor para que le trates tan mal? -íEn
guardia! Quien no está preparado hoy para bien
morir, corre gran riesgo de morir mal. -Guarda tus
ojos para contemplar un día en el paraíso el
rostro de la Virgen María.
Escribía otros consejos por centenares y
centenares que no se nos entregaron por ser muy
confidenciales. Más aún, llegó a escribir varias
veces un papelito particular para ((**It6.443**)) cada
uno de los que vivían en casa, cuando su número
llegaba casi al millar.
Y no se contentaba con sencillos papelitos,
sino que, en algunas circunstancias del año, solía
escribir a sus muchachos hermosísimas cartas,
generalmente en latín a los clérigos, entretejidas
con sentencias tomadas de los Evangelios, de los
Santos Padres y de la Imitación de Cristo. Solía
ir cada año al Santuario de San Ignacio, en Lanzo,
para hacer los ejercicios espirituales y, si bien
estaba allí ocupadísimo atendiendo al
confesonario, aún encontraba tiempo para dirigir
muchísimas cartas al Oratorio. Lo confirma un
piadoso y docto sacerdote antiguo alumno: <>. Lo mismo hacía cuando iba a pasar una
semana a otros lugares. Desde uno de éstos
escribió a uno de sus sacerdotes adivinando
(**Es6.337**))
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