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pronto como entraban en su aposento, comenzaba a
calmarlos con una sonrisa y con una de aquellas
miradas suyas que calaban el corazón, y después,
con una broma ocurrente, que sólo él sabía decir
con tino, acallaba en ellos toda pasión y los
hacía reír; luego, los invitaba a sentarse y a
exponerle lo que querían decirle. Así que habían
terminado, aquellos pobrecitos, las más de las
veces quedaban consolados con sus avisos y
consejos.
Si se trataba de algo que dependía de otros,
les decía:
-Vete a fulano en mi nombre y dile: don Bosco
ha dicho ((**It6.441**)) esto y
lo otro.
O bien:
-Di a mengano que me hable del asunto, y puedes
estar seguro de que no me olvidaré de ti. Por lo
demás, sigue siendo amigo de don Bosco y no temas;
todo se arreglará.
Otras entrevistas concluían con el regalo de
una estampa, una medalla, un librito, un
crucifijo, o una fruta; y a veces, como muestra de
confianza, le daba un recado de su parte para
algún Superior o compañero.
De este modo ponía paz en los corazones y
tranquilidad en la casa. Y para que reinara la paz
en ella mandaba rezar cada día una avemaría por la
mañana y por la noche en las oraciones de la
comunidad.
Don Julio Constantino, sucesor del teólogo
Murialdo en la dirección de la Pía Obra de los
Artesanitos en Turín, decía hace ya muchos años a
algunos salesianos:
-Vosotros poseéis en vuestra casa un tesoro que
nadie más tiene en Turín, ni siquiera las otras
comunidades religiosas. Poseéis una habitación en
la que quien entra afligido, sale radiante de
alegría: íes la habitación de don Bosco!
Millares de nosotros hemos comprobado esta
verdad.
Pero, a veces, la caridad de don Bosco no
conseguía plenamente sus intentos con estos
coloquios, y entonces recurría a una medicina o
expediente, que él llamaba la de los tres paseos.
Cuando había un desacuerdo o disensión muy
acentuada entre dos muchachos mayores y veía que
era difícil poner paz entre ellos, invitaba a uno
a ir de paseo con él. Este acto de amistad calmaba
aquel corazón alterado, y entretanto don Bosco le
dejaba contar toda la historia de los agravios,
que creía le habían hecho. Otro día invitaba al
segundo a dar un buen paseo y le permitía que
dijiese cuanto quisiera contra el compañero.
((**It6.442**)) Por
supuesto que, con sus afables razones, trataba de
disipar los prejuicios de uno y de otro, pero sin
contrariar sus sentimientos.
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