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día del 1856, con todos ellos de la Crocetta,
suburbio situado entonces lejos de Turín.
Atravesaban los alumnos por aquellos campos
incultos, unos en grupos separados y otros
escuchando a don Bosco. De pronto, algunos que no
eran de los mejores, se apartaron de los
compañeros y tomaron otros senderos. Si los
mandaba llamar para juntarse con los demás del
grupo podía hacer pensar que don Bosco abrigaba
alguna sospecha. Así que esperó un rato, y apenas
llegaron a la Plaza de Armas, desierta a aquella
hora, alzó la voz e invitó a todos a seguirle.
Hizo una carrera con ellos y atravesó el amplio
espacio hasta las primeras casas de la ciudad.
Allí, como de costumbre, formaron filas, se colocó
cada uno junto al compañero asignado y volvieron
al Oratorio.
((**It6.437**)) De los
inconvenientes que don Bosco descubría con todas
las industrias que empleaba, informaba
detalladamente a sus clérigos, dándoles avisos y
normas de acuerdo con los casos, al tiempo que
multiplicaba sus habilidades para ganarse a los
muchachos en cuyos corazones ansiaba tener
indudable influencia para su progreso en la virtud
y aun para la perfección cristiana.
Por eso cada domingo invitaba por turno a comer
a su mesa a los alumnos que habían obtenido las
mejores calificaciones de conducta: primero, los
de cada curso de estudiantes por su orden, y
después, los aprendices de cada uno de los
talleres. De este modo resultaba que casi tres
veces al año estaba representado en el comedor de
los Superiores, cada curso de estudiantes y cada
sección de aprendices. Después de la comida, se
entretenían los muchachos con don Bosco, que les
daba algún dulce. A veces, también como premio y
muestra de confianza, invitaba a alguno de ellos a
salir en su compañía por la ciudad y así podía
hablarle libremente sobre la vocación.
El Jueves Santo de cada año lavaba los pies a
trece muchachos escogidos entre los mejores en la
función de la tarde, y después los llevaba a cenar
en su compañía; cortesía que ellos agradecían
muchísimo.
Para dar una prueba del aprecio en que tenía a
los que ayudaban a misa, sin la menor distinción
entre los menos aplicados y los más cumplidores
del deber, hacía que todos los domingos fueran a
comer con los clérigos los dos ayudantes de la
misa comunitaria durante la semana anterior. Pero
estos dos alumnos no eran presentados a don Bosco
después de la comida. Sin embargo, constituía un
estímulo para ellos el merecer otras señales de
especial benevolencia; al mismo tiempo que el
haber sido testigos del continente mortificado de
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