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Estos juegos y habilidades no distraían su
vigilancia sobre el rebaño, cuyas ovejitas conocía
perfectamente. Por eso, cuando advertía durante el
recreo ciertos corrillos y sospechaba que se
entretenían en conversaciones inconvenientes o
murmuraciones, llamaba a uno y le decía:
-Necesito que me hagas un favor; ten la llave
de mi habitación, busca en la estantería tal libro
y tráemelo.
Iba el chico corriendo a buscarlo, pero a veces
el libro no aparecía, volvía al final del recreo,
don Bosco le daba las gracias y le mandaba ir a
clase.
Otras veces enviaba a uno a la portería para
ver si había llegado determinado forastero; a
otro, a buscar a un compañero con quien decía
tener que hablar; a un tercero, a enterarse de si
el Prefecto estaba en su despacho; a un cuarto, a
buscar un bonete, a llevar una carta, o bien a
pedir a un profesor las hojas de los ejercicios de
clase. Era sagacísimo para tales ardides. Los
muchachos, obligados a rendir cuentas del encargo
cumplido, iban de un lado para otro, satisfechos
de prestar un servicio a don Bosco, sin advertir
el fin por el cual se lo había encomendado.
Era admirable su prudencia. Un superior
desconfiado, siempre es causa de murmuraciones,
irrita a los que no son muy buenos, hace
desconfiados a los que se portan bien y pierde el
aprecio de todos.
Algunas tardes, en lugar de dejar que se
quedaran a su alrededor los muchachos que se
acercaban en tropel, los colocaba en una larga
hilera, se ponía él ((**It6.436**)) a la
cabeza y ordenaba que todos imitaran los gestos
que él iría haciendo. Ora golpeaba las palmas de
las manos una contra otra, ora saltaba con un solo
pie, ya caminaba encorvado, ya con los brazos en
alto, ahora haciendo mil movimientos con los
dedos, ahora doblando las rodillas de tal modo
que, al querer hacer lo mismo los chiquillos,
caían de bruces por el suelo. Los otros
compañeros, esparcidos acá y allá, acudían a
contemplar el espectáculo y reían y aplaudían sin
parar. Finalmente poníanse todos en marcha detrás
de don Bosco, que daba cien extrañas vueltas
alrededor de todas las pilastras, por los rincones
escondidos, por los lugares del patio adonde no
llegaba la luz de los faroles, o que solían quedar
más desiertos; y, de este modo, cantando, riendo,
gesticulando, se aseguraba por sus propios ojos de
que nada malo sucedía.
Hasta fuera del Oratorio llegaba su vigilancia.
Acompañaba muchas veces a los chicos durante el
paseo y estudiaba si había algo que corregir en
él. No quería que se desparramaran, que entraran
en las tiendas a comprar o que fueran a visitar a
sus parientes. Volvía un
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