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con la garganta congestionada, a menudo con
esputos sanguinolentos, no cesaba de hablar de la
mañana a la noche, para tenerlos junto a sí; y
también de esto deducían cuánto los amaba. Para
explicar las fatigas físicas y morales que debía
soportar por ellos, nos vimos obligados en el
capítulo anterior a ser un tanto prolijos; así lo
exigían la verdad y el fin de estas Memorias.
Reanudamos nuestro tema.
Veíase a menudo a don Bosco paseando bajo los
pórticos en medio de un centenar de muchachos y
clérigos. Unos iban por detrás, otros, los más,
por delante, caminando de espaldas con la cara
vuelta a él para oír lo que decía; y don Bosco,
con su alegre conversación, los entretenía
contando ejemplos, aventuras y las antiguas
vicisitudes del Oratorio, que producían en todos
saludables impresiones.
Afirmaba don Miguel Rúa: <((**It6.429**)) los que
había escrito contra los protestantes, para
preservanos de caer en sus lazos y errores>>.
Durante las tardes del verano, cuando los
recreos de los días festivos eran más largos y
perdían animación los juegos por el cansancio, don
Bosco se sentaba en el suelo del patio junto a una
pared del edificio. Corrían a él inmediatamente
los chicos y se sentaban también formando a su
alrededor siete u ocho amplios círculos de rostros
alegres, fijos todos en él. Un ilustre abogado
expresó la impresión que le causó este
espectáculo, que se repitió infinitas veces desde
1850 hasta más allá de 1866, en los términos
siguientes:
<>.
El sacerdote Emilio Sacco, párroco de San
Esteban, en Pallanza, y discípulo suyo, escribía a
don Miguel Rúa en el 1888: <<íCómo queríamos a don
Bosco! íQué virtuoso y qué santo era! Todavía me
parece verle cuando me sonreía, cuando oía sus
dulces palabras, cuando contemplaba su rostro
admirable en el que aparecía claramente reflejada
la belleza de su alma!>>.
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