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Otro clérigo escribía:
-El ejemplarísmo Rúa y el atento Danussi son
oficialmente los monitores de mis faltas: al
primero, además, le toca ser mi asistente y anotar
mi puntuación.
Un tercero cerraba la lista de calificaciones
escribiendo:
-Después de haberla leído, si vuestra señoría
ilustrísima muy querida me lo permite, iré a
decirle dos palabras.
Y don Bosco mandaba llamar muchas veces a los
asistentes, a los maestros, al jefe de estudio, al
Catequista, al Prefecto y se entretenía con ellos
hablando de lo que habían observado en la casa.
Este continuo cambio de ideas y observaciones
animaba a los que habían de estar con los
muchachos y tenía al Superior informado de todo.
Entretanto, como sabían los alumnos que sus
calificaciones eran revisadas por don Bosco y
veían que todos los domingos le entregaban las de
aplicación, daban muchísima importancia a las
mismas. El diez, es decir, el óptime, era la nota
más corriente; el nueve o fere óptime (casi
óptimamente) arrancaba lágrimas a quien lo había
merecido; el bene y mucho más el medie, o sea, el
ocho y el siete de aplicación eran notas tan
deficientes, como para poder ser castigadas con la
expulsión de la casa. Conviene advertir que estas
notas se daban con cierto rigor, pues era norma
general que quien vivía de la caridad debía ser
digno de ella. Pero don Bosco entonces pedía las
calificaciones obtenidas por el joven en clase,
las comparaba con la de ((**It6.396**))
aplicación en el estudio y a veces encontraba que
el profesor y el jefe de estudio eran de distinta
opinión. Por eso, y así nos lo aseguró monseñor
Cagliero, ante estas calificaciones deficientes
don Bosco no formaba de momento un juicio
definitivo, sino que investigaba la causa, la cual
no siempre dependía del alumno. Se culpaba a uno
de estar habitualmente distraído en el salón de
estudio. Otro, después de una horita de trabajo,
buscaba un chisme con que entretenerse o leía
libros amenos. Un tercero no acababa nunca los
deberes, un cuarto no aprendía toda la lección.
Don Bosco los mandaba subir a su habitación uno
tras otro, en días distintos y les señalaba unas
páginas para aprender de memoria o les mandaba
hacer una pequeña redacción; y después les
preguntaba. A éste disculpábale su escaso talento,
de modo que con dificultad podía seguir al paso de
los demás. En aquél descubría una memoria
portentosa, que le reducía a entender las cosas
sin reflexionar en ellas. El otro tenía poca
memoria, pero un criterio justo. Y daba a cada uno
las normas para aprovechar bien el tiempo. Luego,
advertía a los clérigos que, cuando viesen a
alguno distraído o dormitando, se le acercaran
amablemente
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