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-El santo temor de Dios infundido en los
corazones.
-Pero el santo temor de Dios no es más que el
principio de la Sabiduría, escribíale el Rector
del Seminario de Montpellier en 1886; haga el
favor de explicarme su secreto para poder
aprovecharlo en favor de mis seminaristas.
Cuando don Bosco leyó esta carta, dijo a los
miembros del Consejo, que le rodeaban:
-íQuieren que exponga mi sistema! íPero si ni
siquiera yo mismo lo sé. He ido siempre adelante
sin sistemas, según me lo inspiraba el Señor y lo
exigían las circunstancias!
Podemos, afirmar, sin embargo, que tenía un
sistema peculiar, que
puede plasmarse así: caridad, temor de Dios,
confianza con el superior, frecuencia de los
sacramentos de la confesión y comunión, gran
comodidad para que los jóvenes se puedan confesar.
Verdad es que, como ya hemos visto y aún veremos,
Dios le asistía continuamente, y esta asistencia
especial, que formaba como la base de su sistema,
no era algo que otros pudieran pretender; pero en
aquello que puede considerarse como medio
ordinario y humano, ya aparece él fácilmente
imitable por un director sacerdote, convencido de
su imperioso deber de salvar las almas.
Don Bosco repetía siempre:
-Cada palabra del sacerdote debe ser sal de
vida eterna, en todo lugar y con cualquier
persona. El que se acerca a un sacerdote debe
sacar siempre de su trato con él alguna verdad que
sea de provecho para ((**It6.382**)) el
alma.
Fiel a sí mismo en el uso de esta gran norma,
la practicaba con afecto y eficacia con toda clase
de personas aún extrañas y con los muchachos
internados en el Oratorio.
Considerábales a todos como un precioso
depósito que Dios mismo le había confiado y solía
decir lleno de santa alegría cuando hablaba de
ellos:
-Dios nos ha enviado, Dios nos envía, Dios nos
enviará muchos jóvenes.
Atendámosles. íCuántos otros muchachos nos mandará
el Señor en lo porvenir, si sabemos corresponder
solícitamente a sus gracias! Pongámonos de veras a
educarlos y salvarlos con ardor y sacrificio.
Cuando aparecía en su estancia un muchacho
recién ingresado, la primera palabra que le decía
era siempre acerca del alma y de la eterna
salvación. La amabilidad de sus modales
paternales, su rostro sereno, su habitual sonrisa
predisponían los corazones e inspiraban respeto y
confianza. Para alegrarlo y aliviarle la pena que
generalmente
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