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suelo cubierto de sangre humana y había de vez en
cuando trozos de cadáveres, que se iban recogiendo
y echando en cestos para llevarlos a enterrar.
Movido a compasión recé un de profundis por los
que habían muerto y una salve por la curación de
los heridos; después seguí mi camino.
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V
Rumores de la batalla de Solferino -El día
onomástico -Estruendo infernal -Temporal -Victoria
-Campo de batalla -Combates -Muertos y heridos.
Os aseguro, queridos amigos, que, cuando yo iba
a la escuela y también cuando iba a apacentar el
ganado con mis compañeros, tuve que sostener
grandes batallas, a pedradas unas veces y a palos
otras; en alguna ocasión a puñetazos y mordiscos,
pero aquéllas no eran nada en comparación con la
batalla de Solferino. Sólo os cuento lo que a mí
me pasó y dejo a otros más capacitados que
escriban todo lo que ocurrió en aquella memorable
jornada.
El día veintitrés de junio corrían rumores por
todas partes de que era inminente una batalla que
decidiría la suerte de los austriacos y de los
aliados. Que nosotros atacáramos a los austriacos
o que ellos atacaran a los nuestros iba a ser lo
mismo. El día veinticuatro, día de san Juan, que
es mi santo, oí al amanecer un gran estruendo de
cañones. Primero pensé que era para celebrar mi
día onomástico, pero pronto me convencí de que
eran los austriacos que avanzaban contra los
nuestros y que los nuestros se disponían a
recibirlos con todos los honores.
Agarré entonces mi cesto con unas cuantas
botellas de jarabe, y, llevando la mayor cantidad
posible de agua, avancé hacia los combatientes.
Decía entre mí: hoy hace mucho calor, combatiendo
hay que beber mucho; y yo vendiendo mis vasitos
lleno mi bolso de dinero contante y sonante. Por
algún rato todo iba bien y vendí la mayor parte de
mis bebidas. Pero a las diez de la mañana oí
gritar:
-íAtrás, atrás, nos atacan de costado!
Como no quería jugar a correr con los soldados
me retiré a un lado del camino y, colocándome
sobre un cerro próximo, dejé que los nuestros se
retiraran para situarse en mejor posición. Pero
íay de mí! en aquel momento me encontré casi entre
el fuego de los piamonteses y los austriacos. Las
balas de fusil y también las de cañón caían a mi
alrededor como caen las nueces muy maduras, cuando
se varea el árbol. Vi a los austriacos hacer
correr a los nuestros y vi a los nuestros repeler
a los austriacos; pero no paraban las descargas de
fusilería, los cañonazos, ((**It6.373**)) los
bayonetazos, los gritos de los que animaban, los
ayes de los heridos y de los moribundos. Aquel
ruido, aquellos gritos, aquellos lamentos juntos
formaban un estruendo infernal. Por fin, al caer
de la tarde, se levantó un gran temporal, que
favoreció mucho a los nuestros e hizo inútiles los
esfuerzos de los enemigos que se vieron obligados
a retirarse. Intenté entonces bajar al valle, pero
no me dejó un involuntario terror. Doquiera volvía
mis ojos, no veía más que muertos, heridos y
moribundos que pedían auxilio. Hubiera querido
acudir a todos, socorrer a todos, pero era
imposible. Me uní a los otros y estuvimos
trabajando ocho días para trasladar los heridos al
hospital y enterrar a los muertos.
Un general piamontés, que dirigía el traslado
de los heridos, afirmó que una batalla como
aquélla no tenía igual en la historia. Eran casi
trescientos mil entre franceses y piamonteses,
contra trescientos mil austriacos. Ambos bandos
lucharon
(**Es6.285**))
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