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quería saludarme con un disparo de escopeta, o que
se trataba de algún guardia de la frontera, de
esos que suelen echar el guante incluso en verano
a ciertos hombres de bien para llevarme a ese
lugar donde nadie paga pensión y que se llama
cárcel. Sin embargo, me paré, me armé de valor y
me volví diciendo:
-Quién me busca? Quién me reclama? Yo no hago
mal a nadie.
-No temas. Vengo a buscarte para tu bien. No
eres tú el Hombre de Bien?
-Sí, así me llaman y por la gracia de Dios soy
Hombre de Bien.
-Eres tú el que trabajó en Magenta para dar de
beber a los sedientos heridos y moribundos?
-Sí, sí, pero yo no hice ningún mal.
-Eres tú el que para vendar la herida a un
capitán que perdía toda su sangre, te quitaste la
camisa e hiciste vendas con ella para restañar la
sangre de aquel infeliz que estaba en trance de
perder la vida?
-Sí, lo hice y volvería a repetirlo si fuere
menester.
-Aquel capitán me envía para darte las gracias.
Reconoce que te debe la vida y en señal de
gratitud ruega que aceptes este paquete.
Imaginaba que fuera un paquete de medallas, por
lo que lo acepté gustoso con intención de
repartirlas a los valientes soldados ante la
inminencia de la batalla. Pero al abrirlo me
encontré quince brillantes ((**It6.371**))
napoleones de oro.
-No, grité al instante, no los quiero; cuando
hice aquella obra de caridad, cumplí con mi deber
y las obras de caridad no se hacen por dinero.
Pero aquel hombre ya había reemprendido su
camino sin parar mientes en mis palabras. El
capuchino me consoló diciendo:
-Toma en hora buena este dinero como enviado
por la divina Providencia. Cuando llegues a Milán,
podrás hacer las deseadas provisiones. Tú
realizaste una obra de caridad desinteresadamente,
pero Dios inspiró a tu socorrido para ayudarte en
tu presente necesidad.
Estas palabras me tranquilizaron y me eché al
bolsillo los providenciales napoleones.
IV
Milán -Las iglesias -La montaña de mármol -Los
cafés -Panorama de Marignano.
Siguiendo mi camino llegué a Milán, que me
pareció una ciudad muy bonita. Pero las calles y
las plazas no son tan bonitas como las de Turín.
Las nuestras son rectas, bien encuadradas; allí
son torcidas y con recovecos por todas partes.
Pero las iglesias son más hermosas que las
nuestras. La catedral parece una alta montaña de
mármol fino labrado con maestría. Ganamos a los
milaneses en la elegancia de los cafés y en el
lujo de la plaza Carlina, donde abunda toda clase
de buenos vinos.
También hay caballos de bronce con una cabeza
mayor que la de los nuestros, pero no tienen el
caballo de mármol. Pasé en Milán todo un día de
fiesta; y, como hacía tiempo que no había tenido
oportunidad para arreglar los asuntos del alma,
aproveché la ocasión para cumplir con mis
devociones.
Al lunes siguiente hice las provisiones
necesarias para mis refrescos y me puse en camino
para alcanzar a los ejércitos. Llegué a Marignano
cuatro días después de la batalla que se dio allí
y vi todavía los espantosos restos de aquella
jornada. Estaba el
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