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-Sí, con mucho gusto.
-Podría entonces dejarme unas horas de tiempo
para despachar antes alguna otra incumbencia que
me apremia?
-Es usted muy dueño.
-Tendría la bondad de volver aquí esta misma
tarde?
-Sí, con mucho gusto.
Tal vez tenía guardada la carta en otra parte,
y al caer de la tarde don Bosco se la entregó al
caballero Aghemo. El Rey la recibió y su respuesta
al Papa fue llevada a Turín por el teólogo Roberto
Murialdo, capellán de corte, y de allí fue enviada
a Roma.
El Papa no se había fiado para entregar su
carta, que tal vez era aquélla grave del
veintinueve de septiembre, al abate Stellardi,
llegado a Roma para hablar con él en nombre de
Víctor Manuel. Faltaba al abate la prudencia
necesaria en las palabras, respiraba más aires
palaciegos que eclesiásticos y era más celoso de
los ((**It6.286**))
intereses del César que de los derechos de Dios. Y
la respuesta no fue ciertamente como para consolar
al afligido Pontífice.
Entretanto las Cámaras, en cuanto cesaron las
preocupaciones de la guerra, volvieron a las
hostilidades contra la Iglesia, restringiendo los
derechos que la Constitución concedía a los
sacerdotes, como libres ciudadanos. Una ley del 23
de octubre de 1859, empeorada el 20 de marzo del
1865, cerraba a gran parte del clero la entrada en
los Consejos Municipales y Provinciales,
declarando no elegibles a los eclesiásticos que
tenían jurisdicción o cura de almas, a sus
vicarios y a los miembros de los cabildos de
catedrales y colegiatas.
Al mismo tiempo diose cuenta don Bosco de que
también él era personalmente blanco de sus
ataques. Los enemigos de Roma conocían su
inquebrantable fidelidad al Sumo Pontífice y
tenían pruebas de ello en las Lecturas Católicas.
Así que resolvieron en sus reuniones
clandestinas declararle la guerra a él y a su
institución, desacreditando su Historia de Italia.
En efecto, la Gaceta del Pueblo, del dieciocho
de octubre, publicaba un artículo preparatorio de
la dolorosa persecución de don Bosco al año
siguiente. Era una intimación a las Autoridades
del Estado.
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