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do llegaron a Cambiano le preguntó si pernoctaría
en el pueblo, o si volvía a Turín aquella misma
tarde. Al saber que debía volver, le invitó a
encontrarse en un lugar determinado y a una hora
fija, para aprovecharse de su coche. Don Bosco
aceptó, diole las gracias y, en cuanto acabó el
sermón, estuvo puntual a la cita. Durante el
camino de vuelta preguntóle el diputado Villa:
-Por favor, podría decirme su nombre?
-Don Bosco, contestó el cura.
-El de Valdocco?
-Sí, señor; y usted?
-Soy el abogado Villa.
Fue el mismo abogado quien contó a don Miguel
Rúa este encuentro añadiendo que, a partir de
aquel momento, siguió manteniendo siempre
relaciones con don Bosco.
Lo mismo sucedía con cualquier otro que tuviese
la fortuna de encontrarse con él. Las familias
católicas de Turín le querían mucho porque
reconocían en él a un hombre de Dios y se
convencían cada día más de que el cielo le
favorecía con dones extraordinarios.
Desde los primeros tiempos del internado en San
Francisco de Sales, iba don Bosco de vez en cuando
a visitar la familia ((**It6.262**)) del
conde de Cravosio, muy distinguida por su piedad y
generosidad. La condesa y su hijas, deseosas de
emplearse en obras de beneficiencia, se dedicaban
especialmente a remendar la ropa blanca de los
pobrecitos de Valdocco. Una de estas nobles
doncellas, cuyo testimonio sobre la predicción de
la paz de Villafranca hemos referido en el
capítulo anterior, escribió a don Miguel Rúa el
hecho siguiente:
El 30 de agosto de 1859, día de santa Rosa, era
el de mi fiesta onomastica. Mi madre, siempre
preocupada por mi bien, para darme una alegría me
regaló, entre otras cosas, una hermosa estatuita
de Maria Inmaculada y después, a eso de las nueve,
me llevó a ver a don Bosco con el que nos
entretuvimos un ratito. Don Bosco nos prometió ir
a cenar con nosotros a las seis, y cumplió su
palabra. Durante la comida me dirigió unos simples
augurios referentes a mi salud. Después de cenar
le rogué que pasara conmigo a mi habitación. Había
colocado la estatuita de la Virgen sobre una
rinconera y supliqué a don Bosco que la bendijera
y le pidiera para mí una gracia especial, sin dar
más explicaciones. Era la de encontrar la manera
de seguir mi vocación religiosa.
Don Bosco juntó las manos y de pie ante la
imagen de María hizo en silencio sobre ella la
señal de la santa cruz y luego rezó; por fin, sin
variar su piadoso continente y sin apartar la
mirada de la estatuita, dijo:
íOh!, Virgen Inmaculada, bendecid y consolad a
Rosina, a la que veo vestida de blanco.
-Pero don Bosco -le interrumpí-, yo no estoy
vestida de blanco; y más, no me gusta vestirme de
ese color (tenía yo entonces diecinueve años), son
las niñas las
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