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((**Es6.201**) explanada que se abre ante la iglesia y se puso a pasear rodeado de un nutrido grupo de señores y jóvenes a quienes entretenía en amena conversación. Al llegar al pretil de la muralla que sostiene el terraplén, miró por casualidad abajo y vio sentada la habitual muchedumbre de pobres mujeres, viejos y niños, hacinados ante la portezuela de la cocina a la ra de que el cocinero les repartiera las sobras de la comida. Con gran estupor, reconoció al punto entre ellos a Francisco ((**It6.256**)) descalzo y sin chaqueta, esperando con una escudilla en la mano su ración. Don Bosco se echó hacia atrás en seguida para que Francisco no le viera, fue al otro lado de la explanada y dijo a los que estaban con él: -Señores, os pido vuestra ayuda para poder realizar una hermosa empresa. -Usted dirá, don Bosco; aquí estamos para obedecerle. -Dividíos en dos grupos, bajad en pequeñas partidas, unos por este lado y otros por el otro hasta la mitad de la colina, como si fuerais tranquilamente de paseo. Formad después una cadena de modo que cada uno no diste de los de al lado más de seis o siete pasos; y subid luego hacia el santuario. Bajará huyendo un muchacho, agarradlo y traédmelo a mí. Sus órdenes fueron puntualmente cumplidas, y cuando vio que sus amigos comenzaban a subir, se asomó al pretil y llamó: -íFrancisco! Volverse el muchacho y echar a correr cuesta abajo fue cosa de un instante, pero no pudo atravesar la cadena de aquellos señores, que lo atraparon y lo llevaron adonde don Bosco lo esperaba, sin apenas ofrecer resistencia. Don Bosco lo tomó por la mano y le dijo: -Esta vez ya no te escapas. Ven con don Bosco y quedarás contento. Y lo llevó a su celda, mandó que le dieran de comer y le hizo un amable interrogatorio. Supo por sus respuestas que, después de escapar de Sciolse, se internó en la montaña, y unas veces de pastor, otras de campesino, ya de criado en casa de un párroco, ya de mendigo, había ido tirando en medio de extrañas aventuras, pero que siempre había tenido la suerte de encontrarse con personas de buenas costumbres. Al principio no pasó por su mente la idea del mal hecho, pero al calmarse la fiebre que le trastornó el cerebro, ((**It6.257**)) había reconocido la enormidad de su acción. Sin embargo, su misma culpa, que le presentaba la imagen de su padre justamente indignado, le impedía con una fuerza (**Es6.201**))
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