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explanada que se abre ante la iglesia y se puso a
pasear rodeado de un nutrido grupo de señores y
jóvenes a quienes entretenía en amena
conversación. Al llegar al pretil de la muralla
que sostiene el terraplén, miró por casualidad
abajo y vio sentada la habitual muchedumbre de
pobres mujeres, viejos y niños, hacinados ante la
portezuela de la cocina a la ra de que el cocinero
les repartiera las sobras de la comida. Con gran
estupor, reconoció al punto entre ellos a
Francisco ((**It6.256**))
descalzo y sin chaqueta, esperando con una
escudilla en la mano su ración. Don Bosco se echó
hacia atrás en seguida para que Francisco no le
viera, fue al otro lado de la explanada y dijo a
los que estaban con él:
-Señores, os pido vuestra ayuda para poder
realizar una hermosa empresa.
-Usted dirá, don Bosco; aquí estamos para
obedecerle.
-Dividíos en dos grupos, bajad en pequeñas
partidas, unos por este lado y otros por el otro
hasta la mitad de la colina, como si fuerais
tranquilamente de paseo. Formad después una cadena
de modo que cada uno no diste de los de al lado
más de seis o siete pasos; y subid luego hacia el
santuario. Bajará huyendo un muchacho, agarradlo y
traédmelo a mí.
Sus órdenes fueron puntualmente cumplidas, y
cuando vio que sus amigos comenzaban a subir, se
asomó al pretil y llamó:
-íFrancisco!
Volverse el muchacho y echar a correr cuesta
abajo fue cosa de un instante, pero no pudo
atravesar la cadena de aquellos señores, que lo
atraparon y lo llevaron adonde don Bosco lo
esperaba, sin apenas ofrecer resistencia.
Don Bosco lo tomó por la mano y le dijo:
-Esta vez ya no te escapas. Ven con don Bosco y
quedarás contento.
Y lo llevó a su celda, mandó que le dieran de
comer y le hizo un amable interrogatorio.
Supo por sus respuestas que, después de escapar
de Sciolse, se internó en la montaña, y unas veces
de pastor, otras de campesino, ya de criado en
casa de un párroco, ya de mendigo, había ido
tirando en medio de extrañas aventuras, pero que
siempre había tenido la suerte de encontrarse con
personas de buenas costumbres. Al principio no
pasó por su mente la idea del mal hecho, pero al
calmarse la fiebre que le trastornó el cerebro,
((**It6.257**)) había
reconocido la enormidad de su acción. Sin embargo,
su misma culpa, que le presentaba la imagen de su
padre justamente indignado, le impedía con una
fuerza
(**Es6.201**))
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