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Aquel cortés recibimiento y aquellas palabras
entusiasmaron a los queridos hijos de Francia,
quienes al volver al cuartel contaron lo sucedido
a sus conmilitones y despertaron en muchos vivo
deseo de ir ellos también al Oratorio.
Efectivamente, al cabo de unos días veíase a las
horas libres una procesión de soldados franceses
que iban a Valdocco para entretenerse con don
Bosco y sus alumnos como si fuesen hermanos.
Algunos centenares de ellos se acercaron a los
sacramentos con un porte tan edificante que
demostraba pertenecían a familias muy piadosas y
religiosas. Don Bosco, la mar de satisfecho,
invitaba de vez en cuando a algunos a comer con
él; era un gracioso espectáculo ver los pantalones
rojos entre las negras sotanas y contemplar a
clérigos, sacerdotes y soldados en franca
camaradería, yendo a porfía los unos en hablar
francés y los otros en chapurrear italiano. Algún
oficial se comportaba con tal familiaridad que
parecía uno más de casa.
Al cabo de algún tiempo eran tantos los que
conocían a don Bosco personalmente, que
difícilmente andaba él por Turín sin que se le
viera acompañado o detenido de vez en cuando por
algún soldado francés.
Un día, decía don Juan Turchi, se encontró con
un grupo por la calle; le saludaron gritando:
íViva Italia!, y él se les acercó, díjoles unas
buenas palabras y los invitó a ir a su Oratorio.
Aceptaron la invitación y don Bosco les ofreció un
refresco con tanta cordialidad, que quedaron
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admirados.
En otra ocasión debía ir a visitar a un enfermo
a Collegno, población situada a cuatro millas de
Turín. Cuando he aquí que, al llegar a la calle de
Rívoli, salió a su encuentro una docena de
soldados, convalecientes unos, heridos otros en un
brazo o en la mano. Como iban de paseo, pidiéronle
a don Bosco que les dejara acompañarle durante un
trecho del camino, a lo que el asintió gustoso. De
conversación en conversación y a la sombra de los
añosos olmos que flanquean la carretera, pareció
tan corto el camino que la alegre brigada llegó
hasta Collegno casi sin darse cuenta. Una vez
allá, los soldados querían volver atrás, pero don
Bosco les dijo:
-Puesto que, como inválidos, tenéis permiso de
vuestros jefes, esperadme un poco; yo acabaré
pronto, y volveremos juntos a Turín.
Ellos se quedaron. Pero, como contra su
esperanza don Bosco no pudo acabar tan presto como
imaginaba, resultó que cuando salió de la casa del
enfermo el reloj marcaba las doce del mediodía. Al
llegar junto a sus compañeros de viaje les dijo:
-Siento haberos hecho esperar tanto tiempo:
como veis ya es
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