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de la cabeza. Si alguien tenía una mancha en el
vestido, se lo indicaba con una sonrisa, poniendo
el dedo en ella; y esto bastaba.
Nos contó el canónigo Sorasio que fue don Bosco
a Caramagna para la imposición de sotana del joven
Fusero. Estaba don Bosco en la sacristía con los
sacerdotes de la parroquia y con Fusero que
apoyaba el codo sobre la mesa de los ornamentos
sagrados y la cabeza en la mano. Don Bosco se
acercó a él despacito, le tomó por el brazo y se
lo apartó con tal cortesía que el canónigo, a la
sazón seglar, admiró tan gran delicadeza, y nunca
la olvidó.
Entre estas y otras lecciones continuas de
urbanidad que daba don Bosco, recuerda José Reano
una de cierta importancia.
El 28 de abril de 1858 recomendaba a los
alumnos que saludaran, quitándose la gorra, a los
forasteros distinguidos y especialmente a los
sacerdotes que encontraran en el Oratorio; y que
usaran finos y corteses modales con todos,
especialmente con las personas que pidiesen hablar
con el ((**It6.218**))
Superior, acompañándolas hasta su habitación con
la cabeza descubierta, y respondiendo con garbo a
sus preguntas.
Describía después lo que le pasó a él mismo con
ocasión de una visita hecha el 18 de febrero de
aquel mismo año. Entró en una casa donde le
recibieron tan fríamente que, aunque no se dio por
ofendido, sí quedó algo mortificado. Pensó
entonces en la impresión que debían experimentar
los bienhechores si al llegar al Oratorio fueran
recibidos de aquella manera, con las consecuencias
que se podrían seguir. Y advertía:
-Cuando se va a una casa para pasar el rato con
el amo, si se presentase un chiquillo a abrir la
puerta, y con buenas maneras os dijese: -Los
señores no están en casa, siento mucho que se haya
molestado inútilmente; puede volver a tal hora-;el
que es recibido con ésta o parecida cortesía,
queda favorablemente impresionado, se forma buen
concepto y guarda buen recuerdo de aquella
familia.
Añadiremos que don Bosco preparó por aquellos
años una comedia en tres actos, que era como un
compendio de faltas contra la urbanidad. No nos
quedó más que un esbozo hallado entre sus papeles.
Su argumento es éste. Desde una aldea de la
montaña un tal Silvio envía a París a dos hijos
suyos, para que se ganen la vida, el uno como
limpiachimeneas y el otro como titiritero. Algún
tiempo antes Silvio se había comprado un traje
usado y, al repararlo, se encontró cosidos en el
forro unos títulos al portador con una renta anual
de veinte mil liras. Como era persona honrada, dio
parte a la autoridad
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