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Los chicos, a quienes llevaba en vilo de
aquella manera, al sentirse fuertemente oprimidos
y ahogándose, pedían piedad y misericordia. Yo no
les hacía caso y seguía adelante por las calles
del pueblo con mi trofeo. La gente corría
asombrada y gritando a mi paso. Los condiscípulos
me seguían silbando y aplaudiendo. Llegué hasta la
plaza de la iglesia y volví por el mismo camino.
Los pobrecitos que iban sobre mis hombros
chillaban y suplicaban:
-Bosco, suéltanos; no volveremos a saltar sobre
ti, no volveremos a jugar a la pídola.
Pero yo seguía callando y a paso seguro y
tranquilo volví hasta la escuela donde el maestro
aguardaba a los alumnos para comenzar la clase.
El maestro, que había sido informado de lo
sucedido, soltó la carcajada al ver aquella torre
viviente y deambulante, y a duras penas logró
decirme:
-Suéltalos.
Pero los pobrecitos estaban tan entumecidos que
no podían bajar. Entonces fui a posarlos uno a uno
sobre los bancos y parándome ante ellos, les dije:
-Os gusta el juego de la pídola?
Aquella lección de buena educación los
convenció para dejarme en paz.
En medio del patio de recreo veía y notaba las
acciones de sus alumnos y daba a cada uno en voz
baja el aviso oportuno. Decíale a éste:
-Hay que andar derechos, no te dobles ((**It6.217**)) de esa
manera; parece que estés jorobado.
A otros:
-No hundas la cabeza entre los hombros que
pareces un mochuelo.
-No muevas esos brazos tan torpemente; parece
que no sepas qué hacer con ellos.
-Saca las manos de los bolsillos; es un signo
descarado de autoridad.
A menudo corregía a un atolondrado con un
simple gesto sin que los demás se dieran cuenta,
para no mortificarlo. Por ejemplo, si escupía en
el suelo ante personas de respeto, o en el
pavimento de una habitación, él fingía la misma
necesidad y llevaba el pañuelo a la boca. Lo mismo
hacía si alguno tosía, estornudaba o bostezaba
groseramente. Si veía que uno no se limpiaba los
labios después de comer, pasaba él sobre los suyos
la servilleta con un significativo movimiento
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