((**Es6.170**)
Como todos protestaran que no la habían tocado,
el reverendo Corradi, aún más agitado, recorrió de
nuevo todos los rincones y dijo:
((**It6.215**)) -Yo la
dejé aquí... y no está..., en este otro lugar
tampoco... Cómo ha podido desaparecer?
En aquel momento llegó don José Cafasso. Al ver
la sacristía tan revuelta y con tanto polvo,
preguntó la causa a Corradi, el cual dio la misma
contestación de antes.
-Pero dígame, replicó don José Cafasso, tiene
usted dos esclavinas?
-No, una sola, una sola.
-Entonces qué busca usted?
-La esclavina.
-Pero, ísi la lleva puesta!
El reverendo Corradi levantó sus manos a los
hombros y tocó y alzó la orla de la esclavina. Se
quedó como de piedra, víctima de la confusión; no
dijo una palabra, mas no se atrevió a mirar a
nadie, escondió la cara, salió disparado por la
puerta que daba afuera y desapareció.
Pero don Bosco quería buena educación en las
palabras y en los actos. Siempre modelo de
dignidad cristiana en la compostura de la persona,
aborrecía toda broma grosera, todo juego que
comportase poner las manos encima de los
compañeros y toda suerte de familiaridad menos
decente, como, por ejemplo, caminar de bracete,
agarrándose las manos y posturas semejantes.
Afirmaba que estos modales eran contrarios a la
urbanidad y a la buena educación, y recomendaba a
los asistentes que vigilasen para que todos
cumpliesen con exactitud estos avisos. También
para este caso tenía su anécdota jocosa para que
todos entendieran bien lo que deseaba.
-Cuando yo era un muchacho e iba a la escuela
de Castelnuovo, tenía aversión al juego de la
pídola y, no sólo rehusé siempre tomar parte en
él, sino que reprendía a los compañeros que, antes
o después de clase, se divertían de aquel modo.
Pues bien, sucedió cierto día que, como tardase en
llegar a la escuela el maestro ((**It6.216**)) Don
Nicolás Moglia, estaba yo delante de mi banco
arreglando algunos libros, cuando he aquí que uno
de los compañeros saltó de repente sobre mis
hombros, en seguida otro encima del primero y
luego un tercero. Yo no pronuncié palabra, pero
agarré con toda mi fuerza las piernas del último,
las apreté contra los costados de los dos que
estaban debajo, de forma que ninguno pudiese
moverse, y después, con la mayor facilidad, salí
del aula con aquel extraño fardo.
(**Es6.170**))
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