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boca de los necios está su corazón (es decir,
hablan sin pensar), pero el corazón de los sabios
es su boca (piensan y consideran lo que deben
decir) 1. Y demostraba cuán necesaria era la
reflexión para obtener lo que se desea, para no
decir disparates, para no violar secretos, para no
crearnos enemigos, para no acarrearnos daños a
nosotros mismos, para no ofender al Señor.
No omitía una consideración sobre ciertos
caracteres atolondrados, suspicaces, impetuosos,
que si no se les pone freno prorrumpen fácilmente
en arrebatos de cólera, insultan a sus presuntos
ofensores, interpretan desfavorablemente las
intenciones de los demás y pretenden tener siempre
toda la razón. Con lo cual pierden amistades, se
hacen antipáticos en sociedad y son la comidilla
de todos. Se encuentran muchos de estos sujetos
mal educados, los cuales no harían el ridículo si
prestaran atención a no precipitarse en el hablar,
((**It6.214**)) dejando
que su imaginación se calmara disimulando y
callando.
Don Bosco confirmaba su lección con algunos
ejemplos, entre los cuales contaba el siguiente:
Estaba yo un día en la sacristía de san
Francisco de Asís, a tiempo que llegó cierto
sacerdote, el reverendo Corradi. Olvidándose de la
esclavina que llevaba sobre los hombros, se
revistió los ornamentos sagrados y salió a
celebrar. Después de la acción de gracias, tomó el
sombrero para salir de la iglesia y buscó
inútilmente la esclavina. Preguntó al
sacristán, el cual se echó a reír sin contestar.
El reverendo Corradi se enfadó:
-Dónde me la ha escondido?
La buscó por todos los rincones de la
sacristía, y volvió al sacristán, amenazándolo si
no decía dónde la había escondido o quién se la
había llevado. El sacristán seguía riendo y
aseguraba no haberla tocado, ni haber visto a
nadie que se la llevara. Se dirigió entonces a mí,
y a los demás presentes, preguntando por la
esclavina, y sin aguardar respuesta mandó llamar
al encargado de la iglesia. Este, al oír aquel
jaleo, preguntóle qué pasaba, y él contestó:
-Estos me agarraron... me escondieron la
esclavina, y ahora tengo que ir a casa, y no me la
quieren dar; solamente el sacristán puede ser
capaz de semejante guasa y encima se ríe y se
burla de mí.
El encargado, que se dio cuenta de todo en
seguida, fingió no saber nada y con toda calma
llamó al sacristán:
-Es verdad que has tomado su esclavina? O se la
ha escondido algún otro? Dásela, porque tiene que
volver a casa.
1 Eclesiástico, XXI, 26.
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