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((**Es6.169**) boca de los necios está su corazón (es decir, hablan sin pensar), pero el corazón de los sabios es su boca (piensan y consideran lo que deben decir) 1. Y demostraba cuán necesaria era la reflexión para obtener lo que se desea, para no decir disparates, para no violar secretos, para no crearnos enemigos, para no acarrearnos daños a nosotros mismos, para no ofender al Señor. No omitía una consideración sobre ciertos caracteres atolondrados, suspicaces, impetuosos, que si no se les pone freno prorrumpen fácilmente en arrebatos de cólera, insultan a sus presuntos ofensores, interpretan desfavorablemente las intenciones de los demás y pretenden tener siempre toda la razón. Con lo cual pierden amistades, se hacen antipáticos en sociedad y son la comidilla de todos. Se encuentran muchos de estos sujetos mal educados, los cuales no harían el ridículo si prestaran atención a no precipitarse en el hablar, ((**It6.214**)) dejando que su imaginación se calmara disimulando y callando. Don Bosco confirmaba su lección con algunos ejemplos, entre los cuales contaba el siguiente: Estaba yo un día en la sacristía de san Francisco de Asís, a tiempo que llegó cierto sacerdote, el reverendo Corradi. Olvidándose de la esclavina que llevaba sobre los hombros, se revistió los ornamentos sagrados y salió a celebrar. Después de la acción de gracias, tomó el sombrero para salir de la iglesia y buscó inútilmente la esclavina. Preguntó al sacristán, el cual se echó a reír sin contestar. El reverendo Corradi se enfadó: -Dónde me la ha escondido? La buscó por todos los rincones de la sacristía, y volvió al sacristán, amenazándolo si no decía dónde la había escondido o quién se la había llevado. El sacristán seguía riendo y aseguraba no haberla tocado, ni haber visto a nadie que se la llevara. Se dirigió entonces a mí, y a los demás presentes, preguntando por la esclavina, y sin aguardar respuesta mandó llamar al encargado de la iglesia. Este, al oír aquel jaleo, preguntóle qué pasaba, y él contestó: -Estos me agarraron... me escondieron la esclavina, y ahora tengo que ir a casa, y no me la quieren dar; solamente el sacristán puede ser capaz de semejante guasa y encima se ríe y se burla de mí. El encargado, que se dio cuenta de todo en seguida, fingió no saber nada y con toda calma llamó al sacristán: -Es verdad que has tomado su esclavina? O se la ha escondido algún otro? Dásela, porque tiene que volver a casa. 1 Eclesiástico, XXI, 26. (**Es6.169**))
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