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Para este fin, por disposición divina, estaba
dotado por naturaleza de un temple recio, de
cuerpo bien formado, aunque algo cargado de
hombros, de talla más bien mediana, de complexión
fuerte y resistente. Su modo de andar, moderado y
sencillo, era el de un hombre pensativo, pero
tranquilo, a la buena, tanto que nadie podía
imaginar quién era. Más aún, si me es lícita la
comparación, diría que su marcha era un poco
oscilante a un lado y otro como la del amigo del
labrador, el buey, del que pareció tomar la
mansedumbre de carácter y la fuerza y constancia
en el hacer, siempre igual hasta alcanzar la meta,
sin preocuparse de los gruesos troncos que a veces
se oponen bajo tierra, ni de ningún otro tropiezo
a campo abierto.
Pero lo que más llamaba la atención en don
Bosco era su mirada, dulce, es verdad, pero
penetrante hasta lo más íntimo del corazón, tanto
que a duras penas se podía resistir. Por esto, se
puede afirmar que con ella atraía, estremecía,
aterraba según los casos, y en las vueltas que di
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por el mundo no conocí a nadie que más me
fascinase con la mirada. En general, sus retratos
y cuadros no reproducen este rasgo singular y dan
de él la impresión de un hombre bueno.
En medio del trastorno de tantas vicisitudes y
adversidades humanas, don Bosco era siempre dueño
de sí mismo; mantenía su carácter moderadamente
alegre y jocoso, y rarísima vez (acaso nunca) le
vi pasar los límites de la susceptibilidad, a
pesar de su gran sensibilidad de espíritu y de
corazón. Todas estas atrayentes prerrogativas
juntas, hacían de don Bosco una persona simpática
y admirable hasta la veneración para todos los que
tuvieron la suerte de tratarlo de cerca y que por
afecto se convertían, más que en servidores, en
esclavos suyos.
Su talante alegre y jovial en medio de sus
queridos hijos le abría caminos y le prestaba
aliento en sus graves y espinosas empresas; por
eso veíasele a veces como sacudirse de un gran
peso y desahogábase de improviso con estas
palabras: íEa!... íSalga como quiera, con tal que
salga bien!
Otras veces, con el disgusto que le causaban
las habladurías y persecuciones contra su persona
y sus obras, llamaba por su nombre al chico, que
en aquel momento le estaba más cerca, y le decía
así: í Vamos, fulano! Laetare et bene facere e
lasciar cantar le passere (Estáte alegre, haz el
bien y deja cantar a los gorriones) -Vosotros sois
mis queridos pilluelos: íse está m uy b ien en las
casas de los señores, donde nada falta; pero allí
no estáis vosotros!
Don Bosco tenía una gran satisfacción cuando se
veía rodeado de sus hijos, que le querían con amor
sincero, pues, sin darse ellos cuenta, le
arrancaban las punzantes espinas de la vida y
tenían el mérito de aliviar y consevar una tan
preciosa existencia que, tal vez, sin su eficaz
contribución hubiera sucumbido precozmente bajo el
peso de tantos sufrimientos.
Sin embargo, él era muy cauto en no dejar
traslucir a sus queridos amigos ni lo más mínimo
de sus angustias y congojas por las innumerables
contrariedades que encontraba en su escabrosa
misión.
Para su alivio había compuesto una alegre
cancioncilla cuyo recuerdo se guarda todavía en el
Oratorio como preciosa reliquia, así como también
se recuerda el coro: íVamos, compañeros.! Me
parece estar viendo a don Bosco entre nosotros y
oírle todavía:
->>Está Chiapale?
-Sí, señor, está.
((**It6.4**)) -Bueno...
>>Cantamos nuestra canción?... Empieza.
Y él mismo nos acompañaba con su voz dulce y
suave, y seguía hasta el fin de l(**Es6.16**))
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