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le dejaba una finca, no tardaba en vender
edificios y terrenos para dedicar su valor a las
necesidades urgentes de la casa o a obras nuevas.
Día a día gastaba lo que recibía y no guardaba
nada porque constantemente se veía apremiado por
los acreedores. A menudo le aconsejaban los
prudentes que no arriesgara la existencia del
Oratorio con tantas deudas; pero él, demostrando
estar seguro de lo que afirmaba, dijo más de una
vez:
-Después de mi muerte esta Institución no
perecerá, sino que prosperará cada día más y se
difundirá por todo el mundo.
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Don Bosco no poseía nada, absolutamente nada,
pero su cajero era Dios, que tiene por agentes
todas las ((**It6.172**))
personas buenas y generosas, que saben que el
dinero no es fin, sino un medio que les fue
concedido para hacer obras buenas en favor de sí
mismas y de sus semejantes.
Así que él se dirigía a Dios para que le
enviase a esos buenos ángeles de la tierra, y a
menudo decía en la platiquita de la noche a los
alumnos:
-Rezad, y, los que puedan, comulguen según mi
intención. Os aseguro que yo también rezo y más
que vosotros. Me encuentro en grandes apuros.
Necesito una gracia. Os diré después cuál es.
Y algunas noches después contaba, por ejemplo,
que un rico señor le había llevado una gran
cantidad de dinero igual a la que necesitaba y
añadía:
-Hoy, hoy mismo nos ha obtenido la Santísima
Virgen un señalado favor. Démosle gracias de
corazón y seguid rezando que el Señor no nos
abandonará. Pero íay de nosotros! si entra el
pecado en casa, el Señor ya no nos socorrería.
Atentos, pues, a rechazar las asechanzas del
demonio y a recibir los sacramentos.
Tenía por esto muchísimo interés en que los
alumnos rezasen bien.
Solía, siempre que podía, ir a rezar con los
estudiantes las oraciones de la noche. Más de una
vez, cuando por algún motivo tenía que retrasar su
cena hasta después de las oraciones o entretenerse
en el refectorio, dejaba, ya a uno ya a otro, el
encargo de ir a vigilar o advertir a ciertos
alumnos que dormían o charlaban en vez de rezar
las oraciones.
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