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prestar sus servicios los coadjutores de la
parroquia. El caballero Occelletti sufragaba todos
los gastos del Oratorio, en el que era incansable
catequista y asistente; y los hijos de don Bosco
siguieron llevando siempre la dirección espiritual
del mismo.
((**It6.162**)) Hemos
dicho que los oratorianos habían disminuido los
domingos, pero hay que hacer notar que su número
volvía a aumentar en la época de la catequesis
diaria cuaresmal, pues al no asistir los alumnos
internos, ellos llenaban la iglesia de san
Francisco. Así las cosas, se apiñaban en ella,
también los domingos, cuantos podían caber, y
resultaba un espectáculo digno de admirar, como
afirmaron ilustres prelados.
Cierto día entró de improviso en la iglesia
monseñor Sola, Obispo de Niza, a tiempo que se
daba el catecismo. Contempló conmovido aquella
multitud, se adelantó, tomó el libro de la
Doctrina Cristiana de las manos de un catequista y
él mismo siguió explicándola a los chicos. Lo
mismo hicieron otros obispos en diversas
circunstancias con gran contento de los hijos del
pueblo.
Don Bosco iba en busca de éstos y rara vez
volvía a casa solo, especialmente los sábados por
la tarde. De intento pasaba por los lugares donde
más fácilmente podía topar con ellos. Mas aún, en
los alrededores del Oratorio, como le eran
conocidos, entraba en los patios y en las mismas
casas, preguntando afablemente a las madres:
-Tenéis hijos para vender?
Y les rogaba que los dejasen ir con él. De este
modo iba juntando un buen grupo de acá y de allá y
los persuadía para ir a confesarse. Después se los
llevaba al Oratorio, les daba unas lecciones de
catecismo, los confesaba, se informaba de su
situación con palabras y hechos, proveía al bien
de sus almas. Siguió dedicándose a estas cacerías
espirituales hasta 1864, es decir, hasta que el
gran número de alumnos internos de la casa no le
permitió este apostolado.
Pero nunca olvidaba a los jovencitos obreros,
que ((**It6.163**)) habían
dejado el Oratorio festivo o no aparecían por él
más que de tarde en tarde. Con éstos, y
particularmente con los que sabía que se hallaban
en algún peligro y descuidaban los asuntos del
alma, tenía un trato singularmente amable, casi
inimitable. Al encontrarse con alguno de éstos,
después de haberse entretenido un ratito con él
acerca de su oficio, salud, familia, se despedía
con una dulzura que robaba el corazón, diciéndole:
-íVen otro rato a verme!
El muchacho comprendía en seguida, prometía y
esperaba. Don Bosco siempre estaba dispuesto a
confesarlos todas las veces que se
(**Es6.131**))
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