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formados en filas, rezando o cantando coplas
religiosas. Al llegar al lugar señalado, se
cumplían las prácticas piadosas, repartía don
Bosco el desayuno, que llevaba con algunos
borriquillos, y cada cual se marchaba por su
cuenta.
Si el paseo se daba por la tarde, entonces se
iba a una colina, con algún instrumento musical,
se repartía la merienda y se asistía en alguna
iglesia al sermón y a la bendición. Al anochecer
bajaban todos voceando y cantando, hasta la
entrada de Turín donde cesaba el jaleo y desde
allí se desparramaban en grupos por las calles que
llevaban a sus casas.
Don Bosco proporcionaba este esparcimiento a
sus oratorianos dos o tres veces al año, según nos
contaba quien tomó parte en los de 1855 a 1861, y
los chicos pasaban siempre de trescientos. Don
Bosco proveía con abundancia de lo necesario, pero
como había muchachos de familias acomodadas,
advertía a unos que llevaran de su casa pan y
companage, invitaba a otros a cotizar una lira por
cabeza para ayudar, siquiera en parte, a la
necesidad de muchos pobrecitos que no tenían nada;
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aquellos muchachos le complacían de muy buena
gana, satisfechos con el pensamiento de la buena
obra que hacían y la sincera alegría que les
proporcionaba aquella diversión en compañía de don
Bosco.
De esta manera se industriaba él para atraer al
Oratorio festivo a los muchachos que, si bien
seguían siendo todavía numerosos, sin embargo,
veía que mermaban de año en año desde 1859 a 1870.
Y las causas de estas deserciones no se podían
evitar. Era la primera vez que los alumnos del
internado, que iban en aumento continuamente,
ocupaban poco a poco casi toda la iglesia de san
Francisco de Sales, y también para ellos
resultaban pequeños los patios de recreo; y la
segunda, que los amos de los talleres sin temor de
Dios obligaban a los aprendices a trabajar también
los domingos.
Sin embargo, en su conjunto, no menguaba el
bien que la juventud recibía de don Bosco, pues en
1859 abría en la barriada de san Salvario de Turín
un cuarto Oratorio festivo, dedicado a san José.
El caballero Carlos Occelletti destinó parte de su
casa a este nobilísimo fin; había en ella un
amplio patio y una linda y amplia capilla en la
que ejercían el sagrado ministerio los sacerdotes
de la parroquia de san Pedro y san Pablo. Pidió a
don Bosco, íntimo amigo suyo, unos clérigos y
sacerdotes para dirigir el nuevo Oratorio y él
aceptó solícito y empezó en 1863 a enviar todos
los domingos a don Juan Francesia y más tarde a
don Juan Tamietti y a otros sacerdotes para
celebrar allí la santa misa, confesar y predicar.
Por las tardes iban a
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