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Cuento con las oraciones que generosamente me
promete y le aseguro mi estimación.
De V. S. Reverendísima.
Bolonia, 12 febrero 1859.
Afectísimo en el Señor
OCTAVIO VIALE Card. Arz.
Sin embargo, por lo que más se interesó siempre
fue por las vidas de los Papas, que exponía de tal
modo, que despertaba en los oyentes la mayor
curiosidad e interés. Con este fin, cuando acababa
una de éstas, la mandaba a la imprenta y, antes de
comenzar otra, ((**It6.152**)) se
entretenía casi un mes explicando temas variados
y, especialmente sobre el santo Evangelio. Esta
espera avivaba más el deseo de los muchachos que
reclamaban ansiosos nuevos fastos de la Iglesia.
Efectivamente, cuando concluyó la vida de san
Urbano I, dio la siguiente plática, que escribió
el clérigo Juan Bonetti.
Esta mañana, en vez de seguir nuestro curso de
Historia Eclesiástica sobre la vida de los Papas,
puesto que hemos terminado la de san Urbano,
quiero, antes de comenzar la del Papa que le
sucedió, explicaros el evangelio de este domingo.
Es muy apropiado para vosotros, mis queridos
jóvenes.
Oíd, pues, la narración del santo evangelio.
Había ido a predicar Nuestro Señor Jesucristo a
una montaña muy alta y, como no todos podían subir
hasta allá, deseoso de que ninguno quedara privado
de su palabra de paraíso, bajó a la llanura. Vivía
por aquellos alrededores un pobre enfermo cargado
de lepra, que es una de las enfermedades más
repugnantes y contagiosas, como sería la que
vulgarmente llamamos roña. Este pobre hombre,
echado de la ciudad, separado del trato con
parientes y amigos, privado de su hacienda, veíase
obligado a vivir al descampado buscando el
alimento dónde y cómo mejor podía, aborrecido y
esquivado por todos. Enterado de que Jesús de
Nazaret hacía grandes milagros en el monte
próximo, él también deseaba ir allá para obtener
la gracia de curar de una enfermedad tan triste;
mas he aquí que le llegó la noticia de que nuestro
Señor bajaba a la llanura. Entonces fue muy alegre
a esperarlo y, cuando vio acercarse la
muchedumbre, abriéndose paso por en medio de ella,
fue a echarse a sus pies adorándolo: Et veniens
adorabat eum.
Es de notar aquí que va a Jesús adorans,
adorándolo. Por donde se ve que aquel leproso
estaba persuadido, creía que Jesús era verdadero
Dios, pues sólo a Dios se debe adoración. A los
santos, a los ángeles, a María Santísima, no los
adoramos, sino que los respetamos, los veneramos,
les rogamos que intercedan por nosotros. Sólo se
adora a Dios.
Seguramente que cuando Jesús vio a aquel pobre
hombre arrodillado a sus pies, teniendo tanta
compasión como tenía por los desgraciados, tanta
mansedumbre hasta con los pecadores, le preguntó
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amablemente por su pueblo, por sus parientes, por
sus dolores y, quizá también, por el estado de su
alma. El Evangelio no dice nada de esto; sólo nos
cuenta que el leproso prorrumpió en estas
palabras:
-Domine, si vis, potes me mundare. (Señor, si
quieres, puedes curarme.) Sólo con que tú quieras,
yo quedaré limpio al momento.
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