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por haber tardado en llamarlo, y se volvió
tranquilo a su habitación.
La caridad de los jóvenes enfermeros emuló la
de don Bosco. Pero no se crea, por ello, que no
tuvieran que hacer desde el principio un supremo
esfuerzo, para superar el miedo a vencerse a sí
mismos. Uno de los catorce primeros, que dieron su
nombre y se acercaron intrépidamente al lecho de
los apestados, bastaría para darnos idea del
esfuerzo que hubieron menester para entregarse a
aquella obra y aguantar hasta el fin. Porque es el
caso que la primera vez que él puso lo pies en el
lazareto, al ver el aspecto de las víctimas de la
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terrible enfermedad, al contemplar sus facciones
lívidas y cadavéricas, los ojos hundidos y casi
apagados, y, sobre todo, al verles expirar de tan
espantoso modo, le entró tal miedo, que se quedó
tan pálido como ellos, se le nubló la vista, le
faltaron las fuerzas y se desmayó. Por fortuna
estaba con él don Bosco, quien, al darse cuenta,
no dejó que cayera al suelo, lo sacó al aire libre
y le animó con una bebida estimulante; de otro
modo, puede que hubieran tomado al pobrecillo por
un contagiado más y le hubieran metido con ellos.
Realmente, había que tener valor para moverse
con entereza por aquellos lugares de dolor y
muerte. Porque, además de los desgarradores
sufrimientos a que estaban sometidos tantos pobres
enfermos, se contraía el corazón de lástima al ver
que, apenas expiraban, eran transportados al
depósito próximo y casi inmediatamente llevados al
cementerio para enterrarlos. A veces parecían
vivos todavía y eran colocados con los muertos.
En el lazareto donde prestaban sus servicios
los muchachos del Oratorio, sucedió este episodio.
Se había llevado hacía poco a la sala mortuoria un
cadáver, mientras don Bosco conversaba con el
médico. Entró el vigilante en la enfermería y dijo
al médico:
-Doctor, aquél se mueve todavía, >>lo traemos
aquí?
-Déjalo allí, respondió burlonamente el médico;
pero cuida de que no se escape.
Y dirigiéndose a don Bosco, continuó:
-Hay que ser inhumanos con las palabras, para
no tener que serlo con los hechos. íAy de nosotros
si entra el desaliento en nuestros ayudantes!
>>Qué iba a ser de los enfermos?
Efectivamente, era tal el miedo de los
sirvientes, que casi había que emborracharlos a la
hora de trasladar enfermos o muertos. Es de
imaginar la sangre fría, o mejor, ((**It5.95**)) la
energía que se necesitaba, para asistir sin
temblor a semejantes escenas.
Además, durante los primeros días, no sólo
había que vencer el(**Es5.79**))
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