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quiénes en una, quiénes en otra familia. Algunos
corrían por los alrededores para enterarse de si
había enfermos desconocidos; y, finalmente, otros
se quedaban en casa dispuestos a acudir a la
primera llamada.
Apenas se supo que los muchachos del Oratorio
se habían entregado al cuidado y asistencia de los
apestados y que eran excelentes enfermeros, se
multiplicaron de tal modo las llamadas que, a la
semana, hubo que cambiar el horario establecido.
Parientes, vecinos y conocidos y el mismo
Ayuntamiento, todos recurrían a don Bosco, de
suerte que los jóvenes estaban continuamente en
movimiento. Había días en que apenas si podían
tomar un bocado de pan y, a lo mejor, deprisa y en
la misma casa del paciente. De noche, era un
continuo ir y venir de uno que se acostaba, de
otro que se levantaba; y más de una noche se la
pasaron en vela, al lado de los enfermos sin punto
de reposo, pero alegres y contentos.
Al principio, antes de incorporarse a su
caritativo quehacer, cada cual se proveía de un
frasquito de vinagre, de una dosis de alcanfor o
algo parecido; al volver a casa se lavaba o se
perfumaba para desinfectarse; pero luego, como
había que repetir esta operación tan a menudo,
hubo que renunciar a ella, para no perder tiempo.
Entonces ((**It5.89**)) ya no
pensaban más que en sus pobres enfermos y dejaban
el cuidado de sí mismo en manos de la Divina
Providencia.
La labor del Oratorio en aquellos momentos no
fue solamente personal: aunque pobres, pudieron
ayudar también materialmente a muchos. Ocurría,
con frecuencia, que se encontraban con alguno sin
sábanas, ni mantas, ni camisa, sin esto o aquello.
Ante la falta de las cosas más necesarias, volvían
a casa, exponían el caso a la buena mamá Margarita
y ella, compadecida al oírles, iba a la ropería,
buscaba y les entregaba lo necesario. Daba a éste
una camisa, al otro una manta, a quién una sábana,
a quién una toalla y así a uno tras otro. A los
pocos días, ya no quedaba más que lo puesto o lo
que servía para cubrirse en la cama.
Llegó un día un joven enfermero contándole que
uno de sus atendidos, que acababa de caer enfermo,
estaba sobre una mísera yacija, sin ropa, y le
pedía una tela con que cubrirlo. La caritativa
mujer se puso a buscar por ver si daba con una
pieza de ropa blanca; pero no encontró más que un
mantel y le dijo:
-Toma, es la única tela que aún me queda; a ver
como te las arreglas.
Y el muchacho corrió junto a su enfermo
encantado de poderle cubrir con algo
limpio.(**Es5.75**))
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