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hallaban muchos enfermos, algunos de los cuales
morían por falta del oportuno y necesario socorro.
Les habló del hermosísimo acto de caridad que
suponía dedicarse a atenderlos; de cómo el Divino
Salvador aseguraba en el Evangelio que tendrá como
hecho a El mismo el servicio prestado a un
enfermo; de cómo en todas las epidemias había
habido cristianos generosos, que desafiando a la
muerte, habían estado al lado de los pacientes
ayudándolos y atendiéndolos física y
espiritualmente. Les dijo que el Alcalde en
persona había solicitado enfermeros y asistentes;
que don Bosco y ((**It5.87**)) algunos
más ya se habían ofrecido y concluyó manifestando
su deseo de que algunos de sus muchachos les
acompañaran en aquella obra de misericordia.
Las palabras de don Bosco no cayeron en el
vacío. Los muchachos del Oratorio las acogieron
religiosamente y se portaron como hijos de tal
padre. Catorce de ellos se presentaron
inmediatamente, dispuestos a secundar sus deseos,
y dieron su nombre para ser inscritos en la lista
de la comisión sanitaria; y, pocos días después,
siguieron su ejemplo otros treinta.
Si se tiene en cuenta, por una parte, el pánico
que en aquellos días se enseñoreaba de los
espíritus, al extremo de que muchos, sin excluir a
los médicos, huían de la ciudad, y que había
enfermos abandonados por sus propios parientes; y,
por otra parte, la edad y la natural timidez de
los muchachos en semejantes casos, no puede
dejarse de admirar la noble audacia de los hijos
de don Bosco, el cual se alegró tanto, que lloró
de satisfacción.
Con todo, antes de lanzarlos al campo de
batalla, el buen padre les prescribió varias
normas a seguir, a fin de que su trabajo fuera
beneficioso a los enfermos física y
espiritualmente, tanto para el cuerpo como para el
alma. La terrible enfermedad tenía generalmente
dos etapas: la caída, que, de faltar ayuda
inmediata, de ordinario era mortal; y la reacción,
en la que, al reactivarse la circulación de la
sangre, muchos se libraban de la muerte. Por lo
tanto quien atendía a un atacado debía preocuparse
de vencer la violencia de la caída, provocando en
él la reacción, que se conseguía con friegas
moderadas y fomentos calientes en las
extremidades, presas de calambres y del frío.
Acerca de esto, don Bosco dio a sus jóvenes
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enfermeros útiles instrucciones y oportunos
conocimientos que los convirtieron en médicos
improvisados. Añadióles unas sugerencias acerca
del alma, para que, por cuanto de ellos dependía,
ningún enfermo llegara a morir sin los consuelos
de la religión. Unos tenían que prestar sus
servicios en los lazaretos, otros en las casas
particulares, (**Es5.74**))
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