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oración, la frecuencia de los sacramentos, el
trabajo, y la obediencia, la caridad y el temor de
Dios, alcanzaron los más altos grados de
perfección. Era tal el miedo a cometer un pecado
que, en cuanto uno decía una palabra o ejecutado
una acción que le parecía ofensa del Señor, aunque
fuera ligera, corría enseguida a confiárselo a don
Bosco y pedirle el oportuno consejo y la
conveniente penitencia. Sobre todo por la noche,
después de las oraciones, todos le rodeaban, para
expresarle sus dudas o manifestarle los pequeños
fallos del día; y ocurría que el paciente
sacerdote se estaba de pie una hora, y aún más,
para oír a uno y a otro, tranquilizando, animando,
consolando y mandando a todos a dormir contentos y
satisfechos. Era un espectáculo conmovedor, el más
claro indicio de la pureza de corazón que todos
querían conservar.
También los muchachos que sólo asistían al
Oratorio festivo empezaron a llevar una vida
ejemplar. Los días de fiesta acudían puntualmente
a las funciones sagradas, muchos recibían los
santos sacramentos y, durante la semana, daban
auténtico ejemplo a quienes los veían o trataban.
Entre tanto, los casos de cólera eran cada vez
más frecuentes en Turín y sus arrabales. En cuanto
don Bosco se enteró de que la epidemia empezó a
rondar por los alrededores del Oratorio, se
aprestó a asistir a las víctimas. Mamá Margarita,
que en otras ocasiones había demostrado tanto
miedo por la vida del hijo, en ésta manifestó que
era un deber suyo desafiar el contagio.
((**It5.86**)) Al mismo
tiempo, el Ayuntamiento de Turín improvisaba
lazaretos donde rocoger a los contaminados,
carentes de asistencia y de cuidados en su propia
casa. Dos de estos hospitales de emergencia fueron
instalados en el barrio de San Donato, que
entonces formaba parte de la parroquia de Borgo
Dora. Pero, si al Ayuntamiento de Turín le era
fácil abrir lazaretos por una y otra parte, le
resultaba en cambio dificilísimo encontrar
personas que, ni aun bien pagadas, quisieran
prestarse a atender a los enfermos allí o en las
casas particulares. Hasta los más valientes temían
el contagio y no querían correr el riesgo de su
propia vida. Nació entonces en la mente de don
Bosco una idea grandiosa: idea que le llevó a
tomar una singular decisión. Después de haberse
prestado durante varios días y noches a servir a
los apestados, juntamente con don Víctor
Alasonatti y otros sacerdotes turineses adictos al
Oratorio festivo; después de haber visto con sus
propios ojos la necesidad de muchos de aquellos
enfermos, un día, reunió don Bosco a sus jóvenes y
les dirigió unas sentidas palabras. Les describió
el miserable estado en que se
(**Es5.73**))
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