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Eran terribles los síntomas y los efectos del
cólera asiático, tanto que imponía miedo a los más
intrépidos. Generalmente precedían molestias
intestinales; pero, de pronto, se presentaban en
el atacado los vómitos y diarreas incesantes.
Sentía oprimido el estómago por un gran peso;
horribles espasmos y contracciones atormentaban
sus extremidades. Se hundían sus ojos y quedaban
con un cerco de color de plomo, lánguidos y
apagados; la nariz afilada, el rostro demacrado y
descompuesto; resultaba difícil reconocer al
individuo. La lengua se ponía blanca y fría, la
voz ronca y el habla casi ininteligible. Todo el
cuerpo adquiría un color algo amoratado y, en los
casos más graves, se volvía hasta cerúleo y tan
frío como un cadáver. Algunos atacados por la
enfermedad caían al suelo, como heridos de
apoplejía fulminante; otros sobrevivían unas horas
y pocos pasaban de las veinticuatro. Durante los
primeros días, ((**It5.78**)) eran
tantos los muertos como los atacados. Por término
medio, moría un sesenta por ciento, así que, salvo
la peste, ninguna otra enfermedad conocida
presentaba tan espantosa mortalidad; más aún, si
la peste mataba a mayor número, no lo hacía en tan
breve espacio de tiempo como el cólera. De donde
resulta fácil comprender el miedo que infundía a
todos.
Fomentaba este miedo el saber que no se había
encontrado remedio contra el fatal morbo, y la
convicción de que no sólo era epidémico, sino
contagioso. Añadíase entre el pueblo bajo el
prejuicio, en que se obstinaba, de que los médicos
suministraban a los enfermos una bebida
envenenada, a la que en Turín llamaban acquetta
(veneno) para que muriesen cuanto antes, y así
librarse más fácilmente del peligro ellos y los
demás.
Una prueba de la angustia que la horrible
enfermedad producía, era que se paralizaba el
comercio, se cerraban las tiendas, se escapaban
muchísimos rápidamente de los pueblos infestados.
Más aún: en algunos lugares, en cuanto uno era
atacado, los vecinos, y hasta los mismos
parientes, se amedrentaban de tal modo que dejaban
al enfermo sin la menor ayuda ni asistencia, y era
preciso que una alma caritativa y valiente se
prestase a atenderlo, cosa que no siempre
resultaba fácil encontrar. Llegó a ser preciso que
los sepultureros pasaran por las ventanas o
rompieran las puertas para entrar en las casas a
sacar los cadáveres, ya corrompidos... En fin, en
algunos pueblos se repitieron, por aquellos días,
los mismos hechos de terror que se cuenta
sucedieron cuando los estragos de las antiguas
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pestes, cuyas descripciones se leen en autores
antiguos y modernos. Pero el cólera no prestaba
oídos al miedo general; al contrario, como(**Es5.68**))
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