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desaparecido y vio a derecha e izquierda las varas
de la silla gestatoria que llegaba a sus hombros
sin que él se hubiera dado cuenta. Se encontró
entonces en una situación comprometida; prisionero
entre la silla y la balaustrada, apenas si podía
moverse; alrededor de la silla estaban apretados
cardenales, obispos, maestros de ceremonias, y
portadores de la silla gestatoria, de suerte que
no veía un resquicio por donde salir de allí.
Volver los ojos hacia el Papa era una
inconveniencia, darle las espaldas una grosería;
quedarse en el centro del balcón una ridiculez. No
pudiendo hacer otra cosa, se quedó de lado, de
modo que la punta de un pie del Papa se apoyaba en
sus hombros. En aquel momento se hizo en la plaza
un silencio sepulcral: se hubiera oído el volar de
una mosca.
Hasta los caballos estaban inmóviles. Don
Bosco, sin turbarse, atento al más mínimo
incidente, observó que sólo el relincho de un
caballo y la campana de un reloj que daba las
horas se oyeron mientras el Papa recitaba sentado
algunas oraciones de ritual. Viendo que el piso
del balcón estaba cubierto de ramas y flores, se
inclinó y tomó unas flores que metió entre las
hojas del libro que tenía en mano. Por fin, Pío IX
se puso en pie para bendecir: abrió los brazos,
elevó las manos al cielo, las extendió hacia la
multitud que inclinaba su frente y oyóse su voz
sonora, potente y solemne que cantaba la fórmula
de la bendición, más allá de la plaza Rusticucci y
de la buhardilla del edificio de los escritores de
la Civilt… Cattolica.
La muchedumbre respondió a la bendición del
Papa con una inmensa y ardorosa ovación. Entonces
el cardenal José Ugolini, leyó en latín el Breve
de la indulgencia plenaria y a continuación el
cardenal Marini leyó el mismo breve en italiano.
Don Bosco se había arrodillado y, cuando se
levantó, la silla ((**It5.904**)) y el
Papa habían desaparecido. Todas las campanas
repicaban a gloria, retumbaba sin cesar el cañón
del Castillo de Sant'Angelo y las bandas militares
hacían resonar sus trompetas. Entonces bajó el
cardenal Marini, acompañado de su caudatario, y
subió a su carroza. En cuanto ésta se movió, don
Bosco se sintió víctima del movimiento y empezó a
revolvérsele el estómago. Aguantó un poco, pero no
pudiendo resistir más, comunicó al Cardenal su
malestar. Hizo éste que subiera al pescante con el
cochero, y como el mareo continuaba, descendió de
la carroza para marchar a pie. Mas, como iba con
sotana morada, hubiera causado sorpresa o burla,
caminando solo por la ciudad, y entonces el
secretario, sacerdote bonísimo y muy educado, bajó
también de la carroza y le acompañó hasta el
palacio del Cardenal.
El momentáneo malestar ocasionado por las
impresiones de
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