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internos, entre estudiantes y artesanos, y además
los externos que acudían a las escuelas diurnas y
nocturnas. Don Víctor Alasonatti tenía el cargo de
administrador general. Su importante cargo
comprendía la vigilancia de la conducta de los
muchachos, la dirección de clases y talleres, la
asistencia en la iglesia y en el estudio, la alta
vigilancia de las funciones sagradas, la
contabilidad con todos los libros de la
administración y una amplia correspondencia
epistolar.
Era siempre el primero en ponerse a trabajar y
el último en retirarse a descansar y, con sobrada
frecuencia, se encontraba su cama intacta desde el
día anterior. A menudo eran tantas las visitas que
un escrito, comenzado por la mañana, debía
suspenderlo hasta la noche y aún al día siguiente,
porque las personas que pasaban por su despacho se
sucedían de forma que no le permitían volver a
tomar la pluma. A veces, una visita resultaba
doblemente trabajosa, por ((**It5.72**)) la
variedad de asuntos a tratar, por la
indiscriminación de los visitantes, por las
desagradables reprimendas que, a lo mejor, tenía
que dar a los culpables. A uno convenía hacerle
una seria amonestación, a otro bastaba dirigirle
una mirada expresiva; a veces, debía interrumpir
una conversación para visitar un dormitorio,
cortar esto para evitar un desorden en el estudio.
Se disponía a pasar revista a los talleres y le
reclamaban con urgencia en la Prefectura para
atender a los padres de los internos, dar
satisfacción a unos y calmar a otros. Toda la
administración de la casa dependía del Prefecto; a
él se recurría para cualquier necesidad grande o
pequeña. Así que, casi simultáneamente, le tocaba
dar clase, asistir en la iglesia, dirigir un
taller y, en ocasiones, hacer de médico y
enfermero en la misma enfermería.
Don Víctor respondía a tal cúmulo de
incumbencias con tan imperturbable constancia de
espíritu, que difícilmente podría decirse si era
mayor su paciencia para aguantar o su previsión
para dirigir los negocios, su serenidad para el
cálculo o su desenvoltura para solucionar los
problemas más intrincados, su satisfacción por los
trabajos realizados o su ansia por otros nuevos.
Sus grandes trabajos no siempre encontraban la
correspondiente recompensa; con frecuencia, la
ingratitud era el premio de sus desvelos.
Recordaba entonces que tenía en Avigliana una
familia, unos padres que lo habrían recibido con
los brazos abiertos, que habría podido disfrutar
en su tierra de una vida tranquila y pacífica bajo
el techo paterno. Sumábase a esto el peso de los
años, la aparición de los achaques que, con el
excesivo trabajo, iban dejándose sentir con
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