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-Y nosotros, >>ofenderemos todavía a este buen
Dios?
Y se oyó un profundo murmullo que decía:
-No, no.
Don Bosco, dirigiéndose al crucifijo,
prosiguió:
-Señor, lo habéis oído, ayudadlas a ser
perseverantes. Quieren amaros y, si os han
ofendido, es porque no sabían lo que se hacían.
El capellán, entusiasmado, contó al cardenal
Presidente, Nicolás Clarelli-Paracciani, el gran
bien que se había obtenido con la predicación de
don Bosco y el eminentísimo Príncipe, hizo sabedor
de ello al Papa, agradeciéndole haber ((**It5.876**))
atendido tan bien a las reclusas, al enviarlas a
don Bosco, quien, con su celo, había sabido curar
tantas llagas, algunas ya gangrenadas. El Papa
quedó satisfechísimo porque, al dar a don Bosco
aquel encargo, había querido ver si era tal como
se lo habían pintado y como le había parecido la
primera vez que le tuvo ante sí. Por lo cual
empezó a apreciarle y quererle mucho.
Mientras tanto, todo procedía en el Oratorio
normalmente: las funciones dominicales, la fiesta
de San José, las novenas de la Virgen, la
catequesis cuaresmal. El teólogo Borel siempre
estaba dispuesto a suplir cuando faltaba un
predicador. La comunión pascual estaba en puertas
y los muchachos bien preparados. Don Víctor
Alasonatti se preocupaba del orden interior en el
Oratorio, y tenía bien informado a don Bosco de
cuanto sucedía en él.
Hubo, sin embargo, un inconveniente en la
primera semana de ausencia de don Bosco. Los
muchachos internos y cierto número de externos no
querían confesarse con otros sacerdotes. El padre
oblato Dadesso y don Francisco Giacomelli tenían
muy pocos penitentes. Fueron necesarias muchas
exhortaciones y una cartita de don Bosco para que
se resignasen a tener durante algún tiempo otro
guía espiritual. Era una prueba evidente y segura
de la confianza que tenían con su buen padre.
Obedecieron, mas parecía que no pudieran vivir
sin él. No acostumbrados a estar privados de su
presencia largo tiempo, no dejaban de escribirle
individualmente y colectivamente pidiéndole y
dándole noticias. Todos le escribieron varias
veces en papel muy fino, de modo que cabían
cincuenta cartas en un solo sobre. ((**It5.877**)) Al
recibirlas, don Bosco experimentaba una gran
satisfacción y respondía siempre a todos, bien con
cartas individuales, bien con una sola carta con
un parrafito para cada uno, precedido de su
nombre. El clérigo Celestino Durando cortaba luego
la carta en tantas tiras como respuestas y
entregaba a cada cual la parte correspondiente. Si
don
(**Es5.622**))
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