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y hubo dos que quisieron acompañarnos hasta casa,
aunque tenían que hacer una hora de camino. Al
llegar a casa, tuve la visita de monseñor De
Merode, maestro de Cámara de Su Santidad. Tras una
breve charla, me dijo:
>>-Me envía el Santo Padre, para pedirle que
tenga a bien predicar los ejercicios espirituales
a las reclusas de la cárcel de Santa María de los
Angeles en las Termas de Diocleciano.
>>-Un ruego del Papa, es para mí una orden.
>>Y acepté con verdadero placer. Pero mientras
yo decía que sí, agregó el Prelado:
>>-Se entiende que también tendrá que predicar
a los presos de San Miguel.
>>A esta segunda invitación, que no me parecía
hecha en nombre del Papa y que se me antojaba no
gustaría a sus guardianes, no quise responder,
hasta haber recibido noticias de nuestro Oratorio.
>>Entre tanto, sin pérdida de tiempo, al día
siguiente, quince de marzo, a las dos de la tarde
me presenté a la superiora de las monjas que
atienden a las reclusas. Quería yo combinar fecha
y horario de los ejercicios espirituales. Ella me
dijo:
>>-Si a usted le va bien, puede predicar dentro
de un poco, ya que las mujeres están en la iglesia
y no tenemos predicador.
>>Así que comencé enseguida los ejercicios, y
casi empleé toda la semana en este trabajo
ministerial. Están detenidas, en este
correccional, las culpables de algún delito, que
nosotros decimos condenadas a presidio. Eran
doscientas sesenta, doscientas veinticuatro ya con
sentencia; las otras estaban allí por voluntad de
los padres y de la policía. Los ejercicios
resultaron a satisfacción. La predicación sencilla
y popular, que nosotros empleamos, resultó
beneficiosa en esta cárcel. El sábado, después del
último sermón, la madre superiora me comunicó muy
satisfecha que ninguna reclusa había dejado de
acercarse a los Santos Sacramentos. Los ejercicios
duraron del quince al veinte del mes>>.
((**It5.875**)) Con
estos pocos rasgos de su pluma aludía don Bosco
humildemente a esta su misión; pero el capellán de
la cárcel habló de muy distinto modo. El había
contemplado atentamente a aquella turba de
infelices, que con las lágrimas en los ojos,
llenas de pena por el mal cometido, escuchaban a
don Bosco con maravillosa atención. Había quedado
impresionado por el tono piadoso del predicador y
por sus cálidas palabras llenas de ansia de la
salvación de las almas. Ya desde el segundo día,
muchas de aquellas mujeres, quisieron confesarse
con él, para que las librara del pavoroso infierno
del remordimiento, y en los días siguientes
acudieron todas a su confesonario con las mejores
disposiciones.
Una mañana predicó don Bosco sobre el pecado
mortal. Es imposible explicar con palabras lo que
sucedió en aquel momento. Después de haber
descrito los beneficios que Dios concede
continuamente a sus criaturas, la misericordia
infinita con que trata a los pecadores, recordando
las ofensas que continuamente recibe de tantos
cristianos ingratos, conmovido hasta el extremo y
casi sollozando, preguntó a sus oyentes:
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