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((**Es5.62**) y, por lo tanto, suyo. Muchas veces, también en 1854, habían coincidido en los ejercicios de San Ignacio y habían hecho juntos el camimo de Turín a Lanzo. Sabía a ciencia cierta lo bien que podía don Víctor resolver la importante y difícil misión que había pensado encomendarle. Le propuso, pues ir a condividir sus trabajos con él en el Oratorio. Mucho trabajo y poco descanso, muchos sufrimientos y pocos consuelos, pobreza, abnegación, sacrificio: he aquí el programa que don Bosco puso ante los ojos de don Víctor Alasonatti al invitarle a aceptar el cargo de Prefecto en el Oratorio. Por sueldo no le prometió más que la comida y el vestido y, en nombre de Dios, una rica corona de gloria en el cielo. Era una invitación semejante a la que el Salvador hizo a Pedro y Juan. Don Bosco le escribió una carta. Recibióla don Víctor en su propia habitación; leyóla, alzó los ojos al cielo como ((**It5.69**)) interrogando la voluntad del Señor, miró al crucifijo, inclinó la cabeza y aceptó. Pero, >>quién era este digno sacerdote, del que siempre habrá de gloriarse y al que siempre deberá estar agradecida la Congregación de don Bosco? Nació el 15 de noviembre de 1812, en Avigliana, cursó en su pueblo los estudios elementales, que entonces comprendían también el primero del bachiller e hizo en el Seminario de Giaveno los cursos de Gramática, Humanidades y Retórica. Vistió en Avigliana el hábito clerical de manos del Arcipreste Pautassi y estudió filosofía y teología en el Seminario de Turín. En todas partes fue modelo de virtudes para sus compañeros. Terminó la Teología Moral en la Residencia Sacerdotal de San Francisco de Asís, y fue ordenado sacerdote en 1835. Dedicábase al ministerio sacerdotal con gran celo en su pueblo, cuando tuvo que hacerse cargo de la escuela elemental, por deseo de toda la población. Le gustaban con locura los muchachos. A pesar de la destacada seriedad de su carácter, sabía ser sencillo con los sencillos, como si quisiera ser uno de ellos. Toda la población y el clero admiraban la caridad, verdaderamente maternal, con que llevaba a sus alumnos a la iglesia y la inalterable paciencia con que corregía las faltas de sus inquietos muchachos. Les advertía previamente en la escuela la compostura devota y formal con que habían de estar en la casa de Dios. Los acompañaba de la escuela a la iglesia, les hacía tomar agua bendita y signarse con devoción, los colocaba en su puesto y procuraba, con asidua vigilancia y con el ejemplo, que participaran recogidamente en las funciones sagradas. Se imponía estos cuidados con celo verdaderamente sacerdotal. (**Es5.62**))
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