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((**Es5.605**) los ademanes y el bien decir del predicador que hablaba de la observancia de las leyes civiles. Después del sermón, como aún le quedaba un poco de tiempo, don Bosco lo dedicó a visitar la sacristía, que es magnífica y digna de san Pedro en el Vaticano. Eran ya las once y media, y, como aún estaban en ayunas, fueron a tomar un piscolabis. El clérigo Rúa partió luego hacia los Rosminianos porque tenía mucho que escribir; y don Bosco y el señor Carlos De-Maistre fueron a visitar a monseñor Borromeo, mayordomo de Su Santidad, que los recibió muy bien. Tras mucho hablar de los asuntos del Piamonte y de Milán, su patria, Monseñor tomó los nombres de don Bosco, del señor De-Maistre y de Rúa para ponerlos en la lista de las personas que deseaban recibir la Palma de mano del Santo Padre. Junto al despacho de dicho prelado, en torno a la corte del palacio Pontificio están los museos. Don Bosco entró en ellos, vio cosas realmente grandiosas, pero se detuvo especialmente en un vasto salón oblongo, donde está el museo cristiano. Allí observó los intrumentos con los que los perseguidores ((**It5.853**)) de la Iglesia solían atormentar a los mártires. Admiró un sinfín de pinturas del Salvador, de la Virgen, de los Santos y, entre otras, una del Buen Pastor que lleva una ovejita al hombro. Todos aquellos objetos fueron hallados en las catacumbas. -Este es un buen argumento, decía don Bosco al Conde, que debe hacer enmudecer a los protestantes cuando acusan a los católicos de que los primeros cristianos no tenían ni estatuas ni pinturas. Desde el Vaticano, atravesando el centro de Roma, pasó don Bosco por la plaza Scossacavalli, donde trabajaban los escritores de la famosa revista La Civilt… Cattolica. Entró a visitarlos, como había prometido al padre Bresciani, y se encontró con la grata sorpresa de que los principales sostenedores de la publicación eran piamonteses. Don Bosco estaba deseando volver a casa; así que, pasando todo por alto, estaban ya junto al Quirinal, cuando he aquí que el rosariero Foccardi, lo vio con el señor De-Maistre ante su tienda y les invitó a entrar. En razón de sus muchas cortesías los entretuvo un rato, pero les dijo cuando ya era fuerza partir: -Aquí tienen mi carruaje; yo les acompaño y les llevo a su casa. Si bien es cierto que a don Bosco no le gustaba montar en coche, sin embargo condescendió amablemente. Fue para él un ejercicio continuo de virtud durante toda la vida el aguantar con paciencia y cara de satisfacción, casi cada día, los desaires de sus adversarios, las (**Es5.605**))
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