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aún no guardaba cama; pero unos meses después de
haber vuelto a Turín, recibió don Bosco la noticia
de su muerte.
El día ocho de marzo estuvo dedicado a subir a
la cúpula de San Pedro. El canónigo Lantiesi había
preparado para don Bosco y sus amigos el billete
necesario para quien deseara tener esa
satisfacción. ((**It5.851**)) Era un
día tranquilo. Don Bosco dijo la misa en la
iglesia de Jesús, en el altar dedicado a San
Francisco Javier, para cumplir la promesa hecha en
Turín al conde Javier Provana de Collegno. Llegó
al Vaticano a las nueve, en compañía de Carlos
De-Maistre y Miguel Rúa. Presentaron el billete,
abriéronles la puerta y comenzaron a subir una
escalera bastante cómoda. Casi a la altura del
rellano de la Basílica están grabados los más
célebres personajes, Reyes y príncipes, que han
subido hasta la base de la cúpula y vieron con
satisfacción el nombre de varios soberanos del
Piamonte y otros miembros de la casa de Saboya.
Aquí dieron un vistazo a la terraza del gran
templo que se presenta como una gran plaza
embaldosada, que tiene en el centro una fuente de
agua perenne y vieron la campana mayor, cuyo
diámetro mide más de tres metros.
Ya por una escalera de caracol, entraron en la
primera y después en la segunda barandilla
interior de la cúpula y dieron la vuelta. Observó
don Bosco que los mosaicos, vistos uno a uno, que
desde abajo parecían tan pequeños, desde arriba
adquirían un tamaño gigantesco. Mirando hacia
abajo, los hombres que trabajaban y andaban por el
templo parecían enanos y el altar papal, que
llevaba por encima el baldaquino de bronce de
veintinueve metros de alto desde el pavimento,
parecía un simple sillón.
Subieron al último piso, que está sobre la
mismísima cúpula. Habían llegado a más de ciento
dieciocho metros. Mirando alrededor, la vista se
pierde en un horizonte vastísimo.
Faltaba aún el cupulino, al que se sube por una
escalerilla casi perpendicular, trepando unos seis
metros, como en un saco. Pero don Bosco ((**It5.852**)) subió
decidido con el Conde y Miguel Rúa. En el
cupulino, donde había alrededor unos orificios
como ventanillas, cabían cómodamente dieciséis
personas. Allí, a ciento treinta metros de altura,
don Bosco empezó a hablar de varias cuestiones del
Oratorio de Turín: recordó con cariño a sus
muchachos y manifestó su deseo de volver a verlos
cuanto antes y trabajar por su salvación.
Ya un tanto descansados, descendió don Bosco,
sin parar hasta llegar con sus amigos a la puerta
de salida. Como necesitaba descansar, se sentó a
oír el sermón recién empezado en la Basílica. Le
agradaron
(**Es5.604**))
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