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lugar hasta el Quirinal era larga y tenía prisa,
no pensó en hacerse acompañar por alguno de los
socios, que seguían todavía en animada
conversación. Y hete aquí a don Bosco perdido por
Roma, sin saber hacia dónde dirigirse. Después de
vagar pacientemente de acá para allá, encontró un
coche de servicio público que lo llevó a su casa.
El tres de marzo lo tenía destinado para
continuar la visita de la Basílica Vaticana. A las
seis y media de la tarde salió de casa don Bosco
con el clérigo Rúa y el conde Carlos. Llegaron a
San Pedro, frente al altar papal que, aislado en
medio del crucero, se yergue majestuoso sobre
siete gradas de mármol blanco. Delante de él hay
en el pavimento un amplio vacío uniforme,
circundado por una preciosa balaustrada sobre la
que arden continuamente ciento doce lámparas
sostenidas por cornucopias de metal dorado; y
desde el cual, por una doble escalera de mármol,
se baja al rellano de la Confesión, bajo el altar
papal. Es una capilla adornada de mármoles
preciosos, de estucos dorados, y de veinticuatro
bajorrelieves en bronce que representan los hechos
principales de la vida de San Pedro; en el
subterráneo de ésta se oculta la tumba del
Príncipe de los Apóstoles.
Don Bosco tuvo la fortuna de celebrar la santa
misa en el altar de esta capilla, adornada con dos
antiquísimas imágenes de San Pedro y San Pablo
pintadas sobre una plancha de plata.
Después de haber orado largamente, subió de
nuevo a la Basílica y echó un atento vistazo a la
nave del crucero que tiene ciento treinta y cinco
metros de larga.
Sobre el altar papal, se levanta la inmensa
cúpula de cuarenta y dos metros y siete decímetros
de diámetro. Por su altura y amplitud, por los
espléndidos trabajos en mosaico que en ella
realizaron los más célebres artistas, deja
encantado ((**It5.840**)) a quien
la contempla. Está sostenida por cuatro columnas;
cada una de ellas mide setenta metros con ochenta
y cinco centímetros de perímetro y tiene una
galería llamada de las reliquias. Guardan el santo
lienzo de la Verónica, una porción de la Santa
Cruz, la sagrada lanza y el cráneo de San Andrés.
Es célebre la reliquia de la Santa Faz, que se
cree sea el lienzo de que se sirvió el Divino
Salvador para enjugarse el rostro bañado en
sangre. En él quedó impresa su cara, que entregó a
Santa Verónica mientras subía al monte Calvario.
Personas dignas de fe atestiguan que esa santa Faz
sudó sangre varias veces, el año 1849, y que
cambió de color mudando las primitivas facciones.
Estos hechos fueron escritos y los canónigos de
San Pedro daban testimonio de ello.
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