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alta mar. Nuevamente sorprendieron a don Bosco los
vómitos que, con espasmos cada vez mayores, le
agitaron unas cuatro horas; luego, ya fuera por el
cansancio, ya fuera porque no tenía nada en el
estómago, ya fuera porque se iba acostumbrando a
la ondulación del barco, lo cierto es que se
durmió, y descansó con un sueño tranquilo hasta
las seis de la mañana, en que llegaban a
Civitavecchia.
El descanso le devolvió las fuerzas, aunque
estaba deshecho por la larga privación de
alimentos. Mientras los viajeros ordenaban sus
equipajes, el capitán del barco fue a consignar
los pasaportes a la policía, y al volver, entregó
a todos un volante que les permitía tomar tierra.
Más adelante contó don Bosco a sus muchachos su
entrada en Civitavecchia.
-Bajé a la barca, y a partir de aquel momento
gastos y más gastos. Una lira por barba para el
barquero, media lira para el equipaje, que cada
cual llevaba sobre sus hombros, media lira de
propina en la aduana, otra media en la oficina de
la diligencia para visar los pasaportes, media al
que nos invitaba a subir al coche, media al mozo
que había colocado el equipaje en el carruaje, dos
liras a la policía por el visado del pasaporte y
una lira y media al Cónsul Pontificio. Claro está
que no se trataba más que de llevar ((**It5.815**)) la
bolsa abierta, hablar y pagar. Pero mi bolsa no
estaba por cierto muy bien provista. Añádase que,
como variaban las monedas de nombre y de valor,
había que estar a la sensatez de quien tenía a
bien cambiártelas. Pero la aduana respetó un
paquete dirigido al Cardenal Antonelli con sello
pontificio, dentro del cual yo había metido las
cosas y papeles de mayor interés; más aún, los
aduaneros se portaron bastante elegantemente
conmigo y no me obligaron a abrir las bolsas de
viaje, considerándome un hombre de bien incapaz de
hacer fraude.
Como era día festivo y el mareo había impedido
a don Bosco celebrar la santa misa, se informó a
toda prisa de dónde podría oírla y, al saber que
aún le quedaba tiempo, fue a visitar al Delegado
Pontificio, quien le recibió muy bien y se le
ofreció para todo cuanto pudiera necesitar. Cuando
luego vio el nombre de don Bosco, en la carta del
cónsul de Génova, dijo que había oído hablar
muchas veces de un tal don Bosco de Turín y le
preguntó si por un casual conocía a dicho
sacerdote piamontés. Don Bosco riendo respondió:
-Soy yo mismo.
Tras unas breves preguntas, el Delegado invitó
a don Bosco a pasar por su oficina a la vuelta y
se despidieron.
De allí fue don Bosco con Miguel Rúa al
convento de Santo Domingo
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