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((**Es5.578**) alta mar. Nuevamente sorprendieron a don Bosco los vómitos que, con espasmos cada vez mayores, le agitaron unas cuatro horas; luego, ya fuera por el cansancio, ya fuera porque no tenía nada en el estómago, ya fuera porque se iba acostumbrando a la ondulación del barco, lo cierto es que se durmió, y descansó con un sueño tranquilo hasta las seis de la mañana, en que llegaban a Civitavecchia. El descanso le devolvió las fuerzas, aunque estaba deshecho por la larga privación de alimentos. Mientras los viajeros ordenaban sus equipajes, el capitán del barco fue a consignar los pasaportes a la policía, y al volver, entregó a todos un volante que les permitía tomar tierra. Más adelante contó don Bosco a sus muchachos su entrada en Civitavecchia. -Bajé a la barca, y a partir de aquel momento gastos y más gastos. Una lira por barba para el barquero, media lira para el equipaje, que cada cual llevaba sobre sus hombros, media lira de propina en la aduana, otra media en la oficina de la diligencia para visar los pasaportes, media al que nos invitaba a subir al coche, media al mozo que había colocado el equipaje en el carruaje, dos liras a la policía por el visado del pasaporte y una lira y media al Cónsul Pontificio. Claro está que no se trataba más que de llevar ((**It5.815**)) la bolsa abierta, hablar y pagar. Pero mi bolsa no estaba por cierto muy bien provista. Añádase que, como variaban las monedas de nombre y de valor, había que estar a la sensatez de quien tenía a bien cambiártelas. Pero la aduana respetó un paquete dirigido al Cardenal Antonelli con sello pontificio, dentro del cual yo había metido las cosas y papeles de mayor interés; más aún, los aduaneros se portaron bastante elegantemente conmigo y no me obligaron a abrir las bolsas de viaje, considerándome un hombre de bien incapaz de hacer fraude. Como era día festivo y el mareo había impedido a don Bosco celebrar la santa misa, se informó a toda prisa de dónde podría oírla y, al saber que aún le quedaba tiempo, fue a visitar al Delegado Pontificio, quien le recibió muy bien y se le ofreció para todo cuanto pudiera necesitar. Cuando luego vio el nombre de don Bosco, en la carta del cónsul de Génova, dijo que había oído hablar muchas veces de un tal don Bosco de Turín y le preguntó si por un casual conocía a dicho sacerdote piamontés. Don Bosco riendo respondió: -Soy yo mismo. Tras unas breves preguntas, el Delegado invitó a don Bosco a pasar por su oficina a la vuelta y se despidieron. De allí fue don Bosco con Miguel Rúa al convento de Santo Domingo (**Es5.578**))
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